Está probado que el nombre de “Nueva Mayoría” fue solo el que adoptaron los partidos de la vieja Concertación para dar la idea de que se trataba de un referente político distinto y soslayar, así, el desprestigio de un pacto incapaz de mantenerse en La Moneda después de tres sucesivos gobiernos. Un conglomerado que sumó por cierto al Partido Comunista, pero que con esta hábil triquiñuela semántica fue capaz de retomar el Poder Ejecutivo después de la administración de Sebastián Piñera, período que muchos sindican como un gobierno prácticamente de continuidad concertacionista, más que uno realmente de la derecha más recalcitrante. Una fórmula electoral que fue capaz de aprovechar el prestigio personal de Michelle Bachelet y la confianza popular que despertó en muchos votantes la posibilidad de un segundo gobierno suyo, o que la participación misma de los comunistas en él pudiera estimular una genuina renovación ideológica de esta alianza. Con todo, es un hecho que los ciudadanos que se abstuvieron en esos comicios presidenciales o apoyaron a la abanderada derechista sumaron más voluntades que las de su candidatura.
Como hoy se reconoce ampliamente, la llamada Nueva Mayoría, entonces, no resultó más que la misma Concertación, solo que ahora ya parecen irremontables su fracaso y desmoronamiento en la imagen pública, como su desacreditación en la falta de probidad y malas prácticas que han comprometido hasta el entorno más cercano de la Mandataria. No es extraño, por lo mismo, que los partidos oficialistas hayan perdido a cientos de miles de militantes y algunos de ellos estén a punto algunos de perder su reconocimiento legal, la posibilidad de seguir recibiendo recursos del Estado y hasta quedarse sin postular en las próximas elecciones parlamentarias y presidenciales.
Un descalabro que se hace patético en el esfuerzo que hace, por ejemplo, un personaje como el ex presidente Ricardo Lagos que aún no logra sumar más de un cinco o seis por ciento de apoyo en las encuestas respecto de su idea de reelegirse. A pesar de todo el apoyo que ha obtenido desde las cúpulas empresariales y de El Mercurio, consorcio periodístico que hace frenéticos esfuerzos editoriales por retornarlo a La Moneda. Convencido, seguramente, de que tal gestión “socialista” representó el “mejor gobierno de la Derecha, como lo señalara el ex senador Carlos Altamirano. Un Lagos apabullado actualmente por la postulación de un Alejandro Guillier, respaldado por el partido más pequeño del concertacionismo y que discurrió capturarlo desde la televisión, para convertirlo en parlamentario y, en cosa de tres años, en el más promisorio postulante presidencial del oficialismo. Aunque no alcanza, ni por lejos, todavía, la popularidad demostrada en un momento la actual Presidenta de la República.
Evidentemente, Lagos encarna la decepción nacional que han causado los gobiernos de la posdictadura, en un país que marca las mayores desigualdades sociales del mundo y en que el malestar social y que las tensiones de toda índole hacen presagiar a muchos un nuevo y severo quiebre de nuestra convivencia política. Si es que no pasa “algo”, como se dice, que cambie drásticamente las cosas en un Chile regido durante 27 años por la Constitución de Pinochet y un modelo que tanto ha consolidado las desigualdades y, ahora, nos ha dejado a la zaga del crecimiento de casi todos los países de nuestra Región.
Qué duda cabe que tantos años de sacralizar las ideas y el ordenamiento institucional de la Dictadura disiparon ya el miedo que nuestra población tenía respecto de la posibilidad de que aquellos militares signados como “garantes de la Constitución” pudieran reeditar su histórica vocación golpista. Cuando todos los gobiernos de turno lo que han hecho es perpetuarles sus consabidos privilegios, al grado de rescatar al Tirano de la Justicia Internacional para garantizarle su muerte en la impunidad e incluso bajo honores militares. Tal como aconteció en el primer gobierno de Michelle Bachelet.
En el ejercicio de dibujar un mapa electoral con las correlaciones de fuerzas expresadas en las recientes elecciones municipales, podemos comprobar cómo los colores de la derecha y de los sectores más refractarios se desplazan en las más grandes comunas, distritos y circunscripciones de nuestro país, según el número de alcaldes que gobiernan en las más de nuestras 360 comunas. Cuestión que sobrecoge, especialmente, si observamos su desplazamiento en la Capital y aquellas regiones donde habita más de la mitad de nuestra población. En que tanto en las zonas más pudientes como pobres la ventaja derechista se constata apabullante.
Todo un cuadro que sería realmente terrorífico si no lo explicamos en que un 60 por ciento de los electores simplemente ya no concurre a sufragar, fenómeno que le hizo a la derecha sacar ventaja, pese a que sus diversas expresiones también adolecen de mismo desprestigio del oficialismo. Una renuencia ciudadana que se constituye en el principal legado de aquellos sectores que prometieron consolidar la democracia y acortar las profunda brecha económico social, hacer justicia respecto de los crímenes de la Dictadura y terminar con las lacras del sistema previsional, la educación segregada y la salud elitista. Además de recuperar el cobre, las empresas privatizadas por los militares, cuanto convocar a una Asamblea Constituyente que definiera nuestro futuro institucional. Además, por supuesto, de hacerse cargo de tantos otros rezagos y esperanzas.
Un sesenta por ciento de abstención popular que la izquierda discriminada por el bochornoso sistema electoral, los arreglos cupulares y el cohecho de los grupos fácticos no ha sido capaz de reencantar y convocar, sumida como han estado en el divisionismo y el caudillismo. Cuyos dirigentes más promisorios cayeron en la tentación y el apresuramiento por alcanzar algunos escaños legislativos, sumergiendo su radical discurso contra el sistema institucional vigente e incurriendo, en algunos casos, en los mismos actos de corrupción que les criticaban a sus adversarios para financiar sus postulaciones.
Si en algún momento prosperó la ilusión de que el actual gobierno de Michelle Bachelet se propondría emprender las transformaciones postergadas o traicionadas, parece evidente que la actual administración representa un retroceso respecto del desempeño de sus antecesores en el cargo. Contando, esta vez, con ventajas nunca antes obtenidas en la composición del Poder Legislativo. Ofreciéndonos, al final de cuentas, la constatación de que los concertacionistas terminaron seducidos por el autoritarismo encarnado en la Constitución de 1980, texto que a cada rato dicen honrar desde el ejercicio de sus cuoteados cargos en todas las instituciones del Estado. Lo que se prueba tan fehacientemente en la forma en que acaba de ser expulsado del país un periodista italiano que se proponía descubrir los graves delitos cobijados por el Servicio Nacional de Menores, en la implacable represión en la Araucanía y otros innumerables dislates.
Da pena observar cómo los malabaristas de la Concertación se afanan en descubrir distintos “conejos de la suerte” para aferrarse al poder o, como dicen, evitar la reelección de Sebastián Piñera. Pero también abochorna cómo desde todas las capillas y sacristías de una izquierda atiborrada de denominaciones y mezquinas diferencias se hacen cálculos electorales sin darse cuenta de que los chilenos ya se cansaron de aquellas expresiones y caudillos fatuos y diletantes, en la confianza, ahora, que desde el propio mundo social indignado y movilizado resulten sus genuinos e íntegros conductores.
Si es que todavía fuera razonable confiar en las elecciones y en el actual sistema electoral la posibilidad de que el pueblo llegue al poder por esas “grandes alamedas” que concibiera Salvador Allende a la hora de su heroico sacrificio. Un líder que confió podríamos decir candorosamente en el “orden establecido” para acceder al gobierno de la nación y proponerse la redención de los oprimidos. Para luego ser derrocado y muerto por quienes hoy nuevamente se divierten en el juego electoral, hacen gárgaras con el ideal republicano y democrático, sin otra intención que servirse a ellos mismos, cuanto a quienes mantienen cautiva a la política, corrompen y manipulan a sus representantes e instituciones públicas.