Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 29 de marzo de 2024


Escritorio

Eva Anggraeni: Del infierno al mundo del chocolate

La cuñada indonésica de la senadora Carolina Goic llegó engañada a Chile. Al firmar documentos sin saber español, la justicia nada puede hacer por ella. Afortunadamente, encontró el amor y trabajo en una chocolatería.

André Jouffé

  Domingo 19 de marzo 2017 11:02 hrs. 
DSC_0092

Compartir en

Una sociedad machista donde impera sólo la voz del hombre y las mujeres deben ir cubiertas, salvo en el hogar y en presencia sólo de sus familiares, sirve para comprender el calvario de esta mujer nacida en la isla de Java, Indonesia. El por qué sufrió avatares que al día hoy se consideran medievales pero están vigentes en más de un tercio del mundo.

Actualmente casada con Boris Miranda Kirk, Eva Angraenni, de 29 años, aún solloza cuando recuerda su pasado reciente. Es una mujer de regular estatura, menuda, de risa espontánea tal como lo es su llanto.

“Estudiaba psiquiatría y mis padres se habían separado. Tengo un hermano y una hermana y llegó la instancia en que no pude seguir costeando la universidad. De manera que comencé a trabajar, gracias al dominio que tengo de mi idioma natal, el indonesio, más árabe por mi calidad de musulmana (curiosamente la constitución de ese país solo acepta como religiones el islam, a los católicos, protestantes, el budismo y el hinduismo), el inglés, el chino mandarín. Por razones fáciles de explicar el español lo domina a medias salpicado con el inglés. Es su resistencia a aprender una lengua que hasta fecha reciente sólo le trajo martirios.

Corría el año 2008 cuando en Singapur a través de una agencia la contactó Pishu Rewachad Lakhwani Udharam, un hindú radicado en Punta Arenas y para quien iba a trabajar. Es importante destacar que los habitantes de la India casi todos se hacen llamar hindúes aunque no profesen la tercera religión más nutrida del mundo, un gentilicio para no ser confundidos con los indios norteamericanos. Pero obedecen formalmente a la nacionalidad india.

Cargada de ilusiones, después de una relación de matrimonio con un compatriota que duró hasta que el marido le plantó una estocada con un cuchillo en el pecho, se embarcó en la aventura. Cabe destacar que un musulmán en su país puede tener hasta seis mujeres: “En cambio yo conocí a mi marido siempre en presencia de familiares, nunca nos tocamos, eso me hubiera significado un grave castigo, a él no”.

La promesa era trabajar en Argentina, pero el paso por Buenos Aires sólo sirvió de escala. Como Eva no dominaba el idioma, pensó que era el destino definitivo.

La verdad es que ignoraba que el destino iba a ser Punta Arenas, con cambio de avión en Santiago. “Del aeropuerto me llevaron con casi lo puesto a su casa; era medianoche. Me indicaron un lugar en la lavandería, al fondo de la residencia, y cuando pedí cama, mostraron el suelo para dormir. Mi ropa era inadecuada, no había ni siquiera un colchón. Me pasaron una parca usada. Me leyeron mis tareas: levantar a los hijos gemelos de la pareja, a las seis ducharlos, vestirlos, darles desayuno y prepararlos para ir al colegio, luego dedicarme a Pishu y su señora. Lavar, planchar hacer el aseo y luego recibir a los niños, ayudarles en las tareas. Eran dos, buenos chicos pero me necesitaban para todo. Como si fuese poco, al enterarse que tenía estudios, me pasaban las boletas para que las pasara en limpio en la noche. Ellos tienen un negocio en la Zona Franca. La mujer no hacía nada salvo acusarme. Yo continuaba con mi ropa, me ofrecían ropa interior ajena, que rechazaba usar. Mis zapatos eran como esas chicle que usan para las exhibiciones de gimnasia. Yo pasaba un frio horrendo puesto que ‘mi habitación’ carecía de calefacción, algo impensable en Magallanes”.

Al poco tiempo llegó una compatriota algo mayor, Nur Lala, engañada también, a la cual llevaron al negocio a trabajar pero dormía en la casa de la familia. Cuando Eva preguntaba por su sueldo, le contestaban que según el contrato que había firmado, en español, indicaba que durante seis meses no lo percibiría por cuanto equivalía al valor del pasaje a Indonesia. Que luego les enviarían el sueldo a sus padres vía la agencia donde la contrataron. “Nunca pude llamar a mi casa, en dos oportunidades escribí largas cartas a mi madre, contando mi realidad y que entregué a una compatriota que regresaba a Indonesia. Al cabo de unos meses las encontré en un cajón del closet de Pishu. Me había ordenado sacar una ropa para una recepción pero al parecer olvidó que las había escondido. En el fondo le dio lo mismo ser descubierto”.

Firmó contrato sin saber el contenido

Se le habló de un sueldo mensual, de un contrato y de la existencia de un documento que debía firmar todos los meses (liquidación de sueldo). Sin embargo, aseguran ella y Lur, que fue inmensa la brecha entre el dicho y el hecho. Cuenta que jamás hubo un sueldo, sólo alojamiento, alimentación y una jornada laboral que la hacía sentir como esclava. Con Lur se conocieron y compartieron angustia y desesperación. “Cada vez que pedía ropa me contestaba: “Es muy cara la ropa en este país”.

Agrega que además de no recibir dinero, se les prohibía salir y conocer gente. “Me decía que chileno era malo, que se iban a aprovechar de nosotras porque éramos extranjeras. Eso nos daba miedo. No conocíamos ni la plaza. Que nos iban a violar. O la policía podría encarcelarnos porque el pasaporte lo guarda Pishur.”.

Pasaron tres años cuando ella y Lur deciden la huida.

– ¿Por qué dejaste pasar tanto tiempo?

– No sabía el idioma, le creía a mi patrón eso que me podían hacer daño, ahora me doy cuenta que fui muy torpe.

Un 8 de junio, aprovechando que el empleador estaba en la ducha y su mujer dormía, decidieron escapar. Con el ruido del agua, no iba a escuchar como abrían el portón automático. Con la calle escarchada en invierno, con sus zapatitos orientales, corrieron y corrieron sin mirar hacia atrás. Dieron con la PDI. Les costó un mundo darse a entender, pero los funcionarios, especialmente una que recuerda como Jessica, comprendió todo.

Esa misma mañana acudieron a la gobernación que otorga las residencias, al Servicio Nacional de la Mujer y a Carabineros. En el Sernam las ayudó Carolina Goic, quien les ofreció ropa y mercadería.

Eva se fue a vivir a una habitación, luego trabajó en diferentes lugares para rematar en La Chocolatta, un café del centro de Punta Arenas, célebre por los productos inspirados en el cacao. La jefa le advirtió eso sí. Que con el inglés no le bastaba, y la condición de aprender el español.

Un karaoke de amor

Su segunda experiencia conyugal no fue buena, se quedó sin pan ni pedazo, además tuvo una hijita que nació muerta. Pero terca como es, volvió a salir adelante hasta que en un karaoke, conoce a Boris Miranda, durante una fiesta en la Mina Invierno en Isla Riesco.

– Eran casi puras mujeres, cuenta él, pero nos hicimos amigos de inmediato. Al poco tiempo nos fuimos a vivir juntos, pero me sobrevino un infarto, quizás producto de la gota que me afecta tanto a mí como a Cristian, mi hermano. Somos gotosos crónicos, y nos muestra los tofos en los codos, que es concentración de acido úrico. Boris es profesor. Hace dos meses contrajeron matrimonio. Eva anhela ser madre a toda costa.

Volviendo al pasado, curiosamente de la situación tenían conocimiento dos familias que las conocían por su contacto con el empleador de las jóvenes, las mismas que en un momento después de la fuga las apoyaron con alojamiento, alimentación n y asesoría.

Los antecedentes de este caso se encuentran en conocimiento de la Fiscalía y del Servicio Nacional de la Mujer.

Hubo una posibilidad de que regresaran a Indonesia hace tres años, “pero Pishur nos iba a pagar sólo 356 mil pesos por los tres años de servicio. Yo no quise embarcarme aun cuando el equipaje estaba a ordo de la nave. Los de la PDI y quienes me acompañaban insistían que subiera, pero yo dije: quiero justicia, y me comprendieron”. Además sólo llegaron los pasaportes, jamás el dinero. Yo quiero justicia, y no partiré hasta tenerla. La causa sigue como si nada, incluso Pishur se reía delante de nosotras. Cuando la PDI fue al hogar del hindú, le preguntaron a Eva si usaba una lavadora, pese a que no era así, el miedo a Pishur era tan grande que afirmó lo contrario. Luego contaría la verdad.

Ese machismo, prevalece por toda la vida -reconoce Eva. Para colmo de los colmos, todos los meses firmaba una liquidación de sueldo, sin entender de lo que se trataba, un salario que nunca llegó a mis manos.

La PDI y quienes asesoran a la indonésica, señalan que esos contratos firmados por ella redactados al gusto del jefe, impiden que pueda ser emprendida una acción judicial puesto que Eva era mayor de edad al aprobarla y no hay legislación alguna sobre la materia, cuando una empleada firma un contrato sin saber leer a lo que se está comprometiendo.

Eva solo anhela tener las condiciones económicas para llevar a Boris a su país, presentarle a su familia. Ha podido hablar con su madre, quien en un momento dado imaginó a su hija muerta y deseaba que estuviera en un lugar maravilloso.

Agregan que, al menos, hoy pueden sonreír, conocer la plaza y saber que los chilenos no son malos como dicen.

“Me daba miedo hablar”

“Mi vida era un infierno. Nunca salí en tres años. La puerta la manejaba yo, pero él me controlaba por teléfono cada 15 minutos y preguntaba qué estaba haciendo. A cada rato me insistían que Chile era como en ciertos países asiáticos que me podían violar sin castigo para los malhechores y que todos los chilenos eran mala gente.

Nunca los denuncié porque me daba miedo hablar, temía que le hicieran algo a mi familia en Indonesia. Ahora lo veo como algo ridículo. Si bien no me pegaban, abundaban los insultos, en una oportunidad me empujaron escaleras abajo, y con moretones y todo debí seguir trabajando. Además estaban las gemelas, a veces podía ir a buscarlas al Colegio Miguel de Cervantes.

– ¿No se le ocurrió huir en esas salidas?

– El miedo, siempre el miedo y a creer en las palabras del hombre. Además las hijas clamaban por mí todo el tiempo. Si no estaba su lado me acusaban. Las otras nanas que trajeron de Asia, tenían como misión vigilar lo que hiciera la otra.

Creo que hay muchas mujeres aún que traen engañadas. A mi jefe no le pasoó nada y no lo comprendo, pese a que firmé un contrato. Quiero dar este testimonio porque él aún se ríe en mi propia cara.

Hay un efecto, el síndrome de Estocolmo en el cual la persona maltratada suele sentirse atraída por el torturador o algo del entorno que la mantuvo mal. Por eso llama la atención que Eva acuda de vez en cuando a la Zona Franca y observe el negocio de Pishur, quien tiene prohibición policial de acercarse a ella.

Síguenos en