Aunque estamos dentro de los peores países del mundo en los índices de desigualdad, sorprende que haya algunos sondeos que nos ubiquen dentro de los países más felices de la Región. Esto realmente no se compadece con las cifras más objetivas respecto de la distribución socioeconómica de nuestra población, cuando apenas el 5 por ciento de los chilenos percibe más del 51 por ciento de los ingresos; cuando la clase media, que representa casi el 30 por ciento de nuestros habitantes se lleva menos del 27 por ciento, y el 67 por ciento de los trabajadores, apenas percibe el 22 por ciento del ingreso. Es decir, 12 millones de chilenos entre los cuales hay que considerar más de 700 mil en la indigencia o en la miseria.
La historia ha reconocido que mucho más que la pobreza, son las graves desigualdades de la población las que están en el origen de los conflictos, de las crisis políticas y los estallidos sociales. No hay duda, entonces, que el modelo económico chileno ha sido muy bien vendido en la población chilena y que, en su precariedad, son muchos todavía los que tienen esperanza en que alguna vez le llegue una tajada más grande de la torta, o bien parece conforme con las migajas que le tributan las políticas asistenciales del Estado. Las que, de ninguna forma, se proponen cuestionar las políticas neoliberales y el orden jurídico y social heredado de la Dictadura. Sacralizado, por lo demás, por los gobiernos de la Concertación y de la derecha.
Sin embargo, todos nos damos cuenta que esta supuesta felicidad del país no se condice con la expresión generalizada del malestar popular. Con las protestas estudiantiles y sus demandas por una educación gratuita y de calidad. Con las multitudinarias manifestaciones del Movimiento NO+AFP o con las diversas protestas contra el sistema de las isapres. O la irritación pública con la corrupción político empresarial, la escandalosa forma en que la industrias pesquera y forestal compran la conciencia de nuestros parlamentarios, y todos esos bochornosos actos de colusión urdidos para asaltar el bolsillo de los millones de consumidores. Como las huelgas que despiertan en las más diversas actividades, al grado que los que se supone son los mejores pagados, los mineros dl cobre, son capaces de sostener una paralización por varias semanas
Así como tampoco podrían explicar que los ciudadanos prefieran abstenerse electoralmente que apoyar las diversas opciones políticas. O el escuálido apoyo a todos los partidos y aquella apatía civil al desesperado intento de refichar a sus militantes. Tanto como el surgimiento de candidatos que ya no son propiamente del mundo de la política y se imponen sobre aquellas figuras que se resisten a jubilarse o cambiar de rumbo.
Tampoco tal felicidad puede ser compatible con el descrédito que afecta a la clase política, desde la que constata la enorme desaprobación a una jefa de estado (que hace pocos años podía ostentar una enorme popularidad), hasta la que hoy demuele a referentes históricos como la Central Unitaria de Trabajadores, la CUT, y a un conjunto de expresiones gremiales. Cuando los propios sondeos de opinión señalan la desconfianza que existe respecto de las instituciones públicas, de los tribunales de Justicia y ahora, de nuevo, sobre la probidad de Carabineros y las Fuerzas Armadas.
Lo que efectivamente no existe, todavía, es la convicción nacional que todos los problemas y desigualdades que afectan al país solo se van a solucionar con el cambio de nuestros paradigmas, con el desmoronamiento de todo el orden que nos rige en materia política, económica y, por cierto, cultural. Todavía hay muchos que creen que sus pensiones, por ejemplo, podrían incrementarse con una protesta acotada a este objetivo, cuando el sistema de las AFP está en la base de todo el orden desigual que nos rige. Así como los pescadores artesanales pueden pensar que todas las arbitrariedades que sufren podrían superarse con la simple derogación o una reforma de la Ley que favorece a las más poderosas pesqueras. Con la falsa ilusión de que los atropellos del sistema podrían resolverse de a uno, cuando es toda la concepción que rige nuestra institucionalidad la que habría que derribar con una nueva Constitución Política del Estado y con un sistema económico que se proponga la “felicidad” de toda la población y no solo de ese cinco por ciento que acumula más y más riquezas y privilegios.
De allí que sea tan grave la cooptación ideológica que afecta a sectores políticos que antiguamente se asumían como progresistas o revolucionarios, y que hoy parecen encantados en su connivencia con los grandes empresarios, las ideas refractarias de la Derecha y de quienes alentaron el asalto a La Moneda, justificando por muchos años todo el horror que siguió al acto terrorista más severo de nuestra historia. Lo que explica que en la proclamación de Sebastián Piñera se manifestaran esos vítores en favor de Pinochet que no pudieron ser soslayados por los convocantes a este acto..
Peor, todavía, es que desde los referentes vanguardistas haya quienes busquen desasociarse con los valores de la izquierda, renieguen del histórico progreso material y espiritual que ha resultado de las revoluciones y luchas de liberación, pese a todos sus errores, traspiés y fracasos. Que las nuevas cúpulas de estos referentes empiecen a comportarse como los que ellos mismos critican, al tiempo que obnubilarse en la mera lucha electoral, en su ingenua esperanza de que el actual sistema puede cambiarse o reformarse desde La Moneda y el Congreso. Sin pensar que por sobre estos poderes del Estado tenemos a un Tribunal Constitucional destinado a velar por la perpetuidad de la actual Carta Fundamental; tenemos a las tenebrosas entidades patronales, a los grandes y abyectos medios de comunicación , cuanto a las propias fuerzas castrenses, a las que, como ya sabemos, no les agrada la soberanía popular, sino únicamente la que se impone por la fuerza de las armas.
Jóvenes expresiones políticas renuentes a asumirse como libertarias y de izquierda, y que en sus malas prácticas empiezan a designar a dedo a sus representantes, en vez de convocar al pueblo y afincarse en sus bases y organizaciones. En su malestar y sus luchas. Que poco a poco empiezan a desaparecer de las calles y pasar inadvertidos en las protestas, para encerrarse en los mismos conciliábulos y reyertas que pulular en los pasillos del Parlamento, los salones de La Moneda y dentro de la frenética “ingeniería electoral” que por ahora los tiene agrupados. Que, en algunos casos, hasta recurran al soborno de los Ponce Leroú, los Penta y otros desalmados que con dinero y los grandes medios informativos que financian lo único que se proponen es que el régimen desigual se perpetúe, que la mano de obra barata les asigne todavía mayores dividendos a sus negocios y que toda las clase política les rinda pleitesía.
Olvidados, tal parece, que la democracia, la libertad y la justicia social solo se conquistan cuando la voluntad del pueblo abre y marcha por las anchas avenidas.