Un reciente artículo de la BBC cita al economista Benjamin Friedman comparando la sociedad occidental moderna con el equilibrio de una bicicleta cuyas ruedas se mantienen girando gracias al crecimiento económico. Pero si en algún momento ese movimiento cesa o aminora su marcha, como en la bicicleta, los pilares que sostienen el actual modelo -democracia, mercado, estado de derecho, libertades individuales, tolerancia- perderán equilibrio y comenzarán a resquebrajarse, tal como otras sociedades que, en el pasado, alcanzaron altos niveles de civilización, pero que por la falta de visión de sus élites, decayeron y sucumbieron.
En tal caso, el mundo, como lo conocemos, se tornaría inhóspito y acabaríamos luchando por recursos limitados, aumentando la presión en contra de todos aquellos que se nos presenten como competidores, elevando los niveles de chovinismo, rechazo a inmigraciones e intolerancia con el “otro”. Y en caso de no encontrar el modo de volver a poner las ruedas en movimiento, nos enfrentaremos inevitablemente al temido colapso social.
Este tipo de derrumbes ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia y ninguna civilización, es inmune a vulnerabilidades que pueden acabar con ella. La pregunta que surge, entonces, es ¿la presente fase de incertidumbre creciente y de progresiva no sustentabilidad ambiental no acerca a ese punto de no retorno? y ¿Cuáles serían indicadores que nos permitan prever ese momento?
Según la BBC, el equipo del académico Safa Motesharrei, especialista en sistemas de la Universidad de Maryland, ha estado elaborando modelos computacionales que nos ayuden entender los mecanismos que conducen o a la sostenibilidad local y/o global, o a su colapso. Y según las investigaciones publicadas en 2014, dos son los factores principales a tener en cuenta: la crisis ecológica y la profundización de la estratificación económico-social.
Como primer diagnóstico, los análisis muestran que, al parecer, somos más conscientes del riesgo ecológico que del socioeconómico. En efecto, de acuerdo a series de organismos internacionales, en los ‘70 la diferencia entre el sueldo medio de los altos ejecutivos y los trabajadores en EE.UU. era de unas veinte a treinta veces. En 2012, la remuneración recibida por los directivos de las compañías del S&P500 se elevó a 354 veces la media del resto.
Si bien tal constatación no es novedosa, porque, como señala el profesor del Departamento de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Yuval Noah Harari, los orígenes de la desigualdad entre seres humanos se remontan a hace 30.000 años, no es menos relevante encarar su impacto sociopolítico. En efecto, nunca fuimos más iguales que en la época en la que la economía tenía como base la caza y recolección de recursos naturales. Dichas sociedades carecían de propiedad privada sobre los medios de producción, antecedente necesario para las diferencias a largo plazo. Pero incluso aquellas bandas de cazadores establecieron jerarquías y desigualdades. En los siglos XIX y XX, sin embargo, la igualdad se convirtió en un valor dominante en la cultura global.
Enfrentados a esta demanda, experiencias de modelos políticos de sociedad en los que se ha intentado forzar la igualdad han terminado por dañar los incentivos derivados del mérito, llevando al conjunto a la mediocridad, sino a la pobreza generalizada, pues, si el esfuerzo no se recompensa de alguna forma, finalmente casi nadie acaba esforzándose.
Asumiendo, pues, que cierta desigualdad que fundamente una sana meritocracia, parece necesaria, la pregunta es ¿cuál es el nivel de desigualdad óptimo eficiente, económicamente hablando? Aunque no hay aún respuesta clara a dicho cuestionamiento, por de pronto la cifra de desigualdad de ingresos antes citada para EE.UU. parece excesiva, y, por tanto, perjudicial para el sistema, por lo que se podría hipotetizar que buena parte del descontento social actual derivaría de esa desigualdad intrasocietaria extrema.
Y si se observa la comparación intersocietaria, el panorama es aún más desolador. Según el informe de la BBC, el 10% de la población mundial con mayores ingresos es responsable de casi tantas emisiones de gases invernadero como el 90% restante, al tiempo que, alrededor del 50%de la población mundial vive con menos de tres dólares al día. Todo indica, pues, que, de no corregir el rumbo acabaremos desequilibrando la bicicleta del crecimiento y sin aquel, profundizando las desigualdades, algo que, por lo demás, ya se observa en el creciente llamado de “supervivencia” que hacen ya muchos líderes políticos que instan por “America first”, “Nederlands eerste”, “France première”, “Türkiye ilk” en supuesta defensa de sus naciones, mientras la solución aparentemente simple de la redistribución implica complejas reingenierías e intrincada renovación cultural.
Adicionalmente, los enormes cambios tecnológicos de la era industrial y luego de la sociedad del conocimiento, emergen amenazantes. Las fábricas de hoy están cada vez más automatizadas y la ingeniería genética permitirá, más temprano que tarde, realizar mejoras biológicas en seres humanos, modificando su ADN, razón por la que podríamos estar ad portas de un futuro con las sociedades más desiguales de la historia de la humanidad, transformando la desigualdad económica en desigualdad biológica: una clase reducida de superhumanos y otra masiva de personas “inútiles”, según advierte Harari.
El especialista muestra un ejemplo de esta evolución probable. La industria del transporte cuenta con miles de conductores de camiones, taxis y autobuses. Cada uno controla una pequeña parte del mercado, lo que les da algo de poder político, especialmente si se organizan en sindicatos que pueden bloquear el sistema de transporte. Pero si dentro de 30 años los vehículos son autónomos, sin choferes, su control dependerá de un algoritmo controlado por una empresa. Es decir, el poder económico y político que antes se repartía, pasaría a manos de una sola corporación. Y cuando se pierde importancia económica, el Estado no tiene incentivos para invertir en salud, educación ni bienestar, como ha sido posible en el caso de las sociedades industrial y del conocimiento. Nuestro futuro dependería, así, de la voluntad de una pequeña élite. Y aunque aquella podría ser buena, en momentos de crisis, como una catástrofe climática, es más fácil tirar a alguien por la borda.
¿Se puede, entonces, lograr el sueño ONU de erradicar la pobreza -aunque no la desigualdad- para el 2030? Según un estudio del Merit de la Universidad de las Naciones Unidas (UNU) sobre el Bono de Desarrollo Humano en Ecuador (BDH), las transferencias directas de efectivo han mejorado la movilidad social. El BDH ecuatoriano es una transferencia de dinero que se da a las familias extremadamente pobres cada mes, siempre y cuando sus hijos asistan de forma regular al colegio y a los centros de salud. Desde 2003, cada hogar beneficiario ha recibido 15 dólares mensuales, independientemente del tamaño (Ecuador usa dólares estadounidenses). Dicha cantidad se incrementó a 30 dólares en 2007, a 35 en 2009 y a 50 en 2013. Y en el mediano plazo, resultados preliminares, de enero pasado, muestran que el BDH entre 2009 y 2014, aumentó tanto la riqueza como capacidad de esos hogares para mejorar su nivel social, en términos absolutos y relativos (12% a 13,6%), respecto de los que no los recibieron.
Pero esta mejora es aún más pronunciada en hogares que recibieron el llamado Crédito de Desarrollo Humano (CDH), una variación del BDH que entrega 600 dólares anuales destinados a inversiones productivas. Los hogares que recibieron la transferencia tienen un índice de bienestar entre 4% y 4,2% más alto que los que solo reciben el BDH. Pero los especialistas advierten que, para mitigar las trampas de la pobreza, los líderes políticos deben considerar la composición del hogar (género y edad, p. ej.) y vulnerabilidades económicas (v. gr. discapacidad o nivel de educación), pues una transferencia de efectivo no es lo mismo para todo el mundo. El apoyo debe diseñarse considerando las necesidades específicas de cada hogar. Talvez, entonces, redistribuir informadamente y con compromisos de las partes, pueda ser el inicio de un proceso de reordenamiento socio económico que nos ayude a evitar que la bicicleta se detenga y consolidar el actual modelo de libertades, vinculándolas indisolublemente a la justicia y solidaridad.