“Terminemos de una vez: lo maravilloso es siempre bello, cualquier especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de lo maravilloso que sea bello”.
André Breton, en el Primer manifiesto del surrealismo
Una película agraciada, que ha pasado inadvertida en su acomodo por las salas chilenas: un calificativo justo para definir la esencia cinematográfica de “Colossal” (2016), el cuarto largometraje de ficción del singular director cantábrico Nacho Vigalondo. Una obra donde el autor ibérico construye una metáfora fílmica, apoyándose en un lenguaje exótico y peculiar (debido a los géneros que utiliza), en torno a la búsqueda de los orígenes, y a la opción de “reinventarse” de una mujer que bordea los 30 años, y la cual se apronta por entero de ingresar a la adultez, a los compromisos, y a las definiciones vitales.
El pasaje audiovisual de una reconstrucción personal, en una plasticidad que evoca trabajos pasados y olvidados del sempiterno Woody Allen (“Historias de New York”, y su gigante que se corporiza como una imagen en la mitad de la Gran Manzana) y por supuesto que también del sorprendente Álex de la Iglesia.
Alcoholismo, chocan los vasos de cerveza, la indiferencia hacia un presente que parece contenerlo “todo”, un exclusivo departamento, un novio exitoso, la perspectiva de un futuro promisorio, y una impostura que se derrumba de un día para otro. Luego el regreso, el rastreo de los orígenes, la pesquisa de una explicación, y el estallido de los fantástico, de lo maravilloso, a modo de obtener y de salvaguardar una disquisición, y después pensar, otra vez, en una nueva oportunidad.
Una estética de la soledad, de una casa sin muebles, y un quiebre del tiempo cotidiano y de la rutina, que Vigalondo enfoca mediante la sencillez de una pequeña ciudad de provincia norteamericana, encima de la cual se cruzan sosegados condominios, edificios de departamentos que sobresalen en un horizonte de construcciones de baja altura, en una poética del acontecer dispuesta al azar, abierta a las misteriosas coincidencias que ofrece la existencia en su eterna sincronía.
La cámara del realizador desnuda esa visibilidad, y el pormenor trivial de las simultaneidades, entonces, se aparece como una descripción de la individualidad de ese personaje (Anne Hathaway, quien interpreta a Gloria), inserta en los fragores de la bebida, a fin de olvidar ese asunto sencillo y rutilante: que se encuentra absolutamente sola, incómoda consigo misma, pese a las engañosas secuencias que aspiran a demostrar lo contrario. Y su auto valía femenina, se niega a aceptar ese diagnóstico: la protagonista es un ser que puede tener al mundo en sus manos, empero, ahora, navega en la indecisión, en el ostracismo existencial de una omisión desesperanzadora.
Una puesta en escena de ese frío otoñal y de invierno, de nieve, de lluvia, propio de esos paisajes tan célebres y caros al Festival de Sundance, al circuito y a la industria independiente estadounidense. La humedad seca se huela en esos fotogramas que recuerdan a algunos largometrajes de Alexander Payne (por “Nebraska”), y que asimismo citan en el recuento a la ópera prima de la catalana Isabel Coixet (a causa de “Cosas que nunca te dije”). Gloria despierta, una habitación sin mobiliario, sin padres, sin familia, y un parque y su plaza de diversiones infantiles, que se transforman en la clave de una metamorfosis kafkiana, cuyo desenlace le permitirá a la protagonista enterrar infelicidades, abandonos, despedidas, y quizás resurgir sobre un camino de alborada y de ulterioridad.
Las 8:05 a.m. en punto, o una hora cronológica para nacer, para lo ritual, o desde luego para morir (hay que buscar esta película de Greg Marcks, “11:14 Destino fatal”, que data de 2003), en una hipérbole audiovisual de nuestros temores. Esos monstruos que se anuncian titanes, destrozadores y furiosos en el Lejano Oriente (específicamente en Seúl, una de las capitales del cómic junto a Tokio), se ofrecen, así, efectuada la enmienda, como una solución plástica en la línea de una comedia dramática, con el propósito de declarar los miedos y nudos psicológicos, subterráneos y ocultos, de esa Gloria pálida, de hermosa y sugerente “chasquilla” lisa encima de la frente, sojuzgada y víctima de sí misma, en plena crisis de los 30 años, y con el cuerpo –en su exterioridad-, de una mujer consciente de esa edad.
Resolver ese conflicto dramático (el tormento humano que significa perder la brújula, y el sentido de la vida), mediante los cánones estéticos de lo fantástico y de lo maravilloso, como si se tratase de una fábula cinematográfica, resulta transcendental y un acierto de Vigalondo. Claro, con algunos silencios argumentales fáciles de entender, aunque echados en falta, de menos, en el objetivo de entregar un producto simbólico de mayores resonancias artísticas y creativas; aquí sin tantos efectos especiales, en el estilo de una sobriedad tecnológica y audiovisual, no obstante, que aumentan el valor de lo real y del elemento ficticio, a todas luces verificable, en este largometraje con secuencias de hondo espesor expresivo, en su especial idea de la sensibilidad.
La cámara (de apellido “independentista” en esta oportunidad, debido a los rasgos fotográficos ya enunciados), se mantiene en tanto espectador privilegiado, de esa dicotomía y contrapunto, entre las apacibles y alcohólicas jornadas de una urbe minúscula, frente al bullicio, el anonimato y las noches cerveceras de esas metrópolis atacadas por la inmediatez del progreso indefinido, y por el caminar desordenado de esos gigantes que destruyen las calles, los autos, que asesinan personas, y que derrumban la totalidad de los rascacielos a su paso.
Estética de una destrucción personal, a fin de conseguir una cierta liberación, que augure un clímax de emancipación particular y privada, en el contexto de esa batalla que Gloria emprende en contra de sus fantasmas, y en la guerra ante sus enemigos internos y ocultos, afectivos, sexuales, porque “Colossal”, en efecto, constituye asimismo un “drama” mucho más profundo de lo evidenciado a simple vista.
Se reafirma, así, argumentalmente, la resolución de un conflicto etario, y que simultáneamente es existencial, también de género (la protagonista es un rol femenino), de identidad y hasta laboral, expresado en el lenguaje escénico de un cómic de sencillo presupuesto, pero “logrado” en sus ambiciones artísticas, completo dicho con otra palabra, bajo la intención y el propósito de salvaguardar una retórica audiovisual en tono de comedia.
Largometraje de actriz, la interpretación de Anne Hathaway (quien además es una de las productoras ejecutivas de la obra), alcanza acá un juicio superlativo dentro de los innumerables estadios profesionales que ha recorrido en su larga trayectoria, tomando en cuenta su corta edad (tiene 34 años). Su papel de Gloria, de hecho, conmemora al de esa joven atormentada, en constante choque frente a su entorno, y de acciones audaces y arriesgadas, que la profesional abordó en la perdurable “La boda de Rachel” (2008), del director estadounidense Jonathan Demme.
Y si bien el libreto no insiste en minucias específicas, que podrían entregar un discurso de elaboración tanto más conspicua en sus reflexiones literarias; esta mujer bella, golpeada entremedio, trizada, y que en un pasado perdido fue algo así como una escritora, con un ojo morado, descubre el tamaño de su esperanza, y nosotros, los espectadores constatamos, que hay pocos directores españoles como Nacho Vigalondo, en esta hora, dueños de un talento tan acabado para mezclar géneros, sugerir sorpresas, y obtener artefactos audiovisuales raros, curiosos, agradables, así de surrealistas.