Sabemos que el principio de libre determinación de los pueblos es un eje fundamental del sistema internacional de derechos humanos. El respeto de este derecho cuando se trata de los pueblos originarios ha sido coartado desde el surgimiento de Chile como Estado. Así ha sucedido también en el continente americano, y ciertamente, en otras regiones colonizadas de nuestro mundo.
Esta realidad de dominación, usurpación, explotación e injusticia, ha tenido su contracara, a lo largo de la historia, en la emergencia de diversos movimientos sociales que reivindican los derechos de los pueblos indígenas.
El libro Malón, de Fernando Pairican, tal como afirma el antropólogo José Ancan, marca “un hito para los estudios enfocados en la historiografía del movimiento sociopolítico mapuche contemporáneo”.El texto reflexiona sobre el movimiento mapuche y su ascenso en el escenario político a partir de la década de los noventa en Chile” (19). Este libro construye su narración haciendo eco de ciertos hitos demarcatorios en la trayectoria contemporánea de los movimientos mapuche. Uno de ellos fue el Acuerdo de Nueva Imperial, firmado en diciembre de 1989 por un grupo de organizaciones indígenas con el en ese entonces candidato a la presidencia Patricio Aylwin. Este acuerdo enfatizaba en el compromiso del Estado por promover el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas. 1989, mismo año de la ratificación por la OIT del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que reconoce “el derecho colectivo de propiedad basado en títulos ancestrales y establece el deber del Estado de proteger tales derechos”. También se refiere a la necesaria consulta sobre el uso de sus recursos naturales, ante cualquier tipo de proyecto que se realice en tierras indígenas.
Sin embargo, “los vaivenes de sinuosas políticas públicas de carácter indigenista promovidas por el aparato estatal chileno post dictadura, que desplegó una negociación política que (…) dio origen a la hoy cuestionada Ley Indígena de 1993 y la institucionalidad estatal de representada por Conadi” (8).
Pero hoy no nos centraremos en las políticas públicas provenientes del aparato estatal, sino en el desarrollo y lucha de los movimientos mapuche. Por eso destacamos esta obra, en que los protagonistas son los actores sociales mapuche y sus distintos referentes organizacionales. Movimientos que surgen en los primeros años transicionales, donde no era raro ver “populosas marchas de estudiantes y comuneros organizadas o comandadas por Werkenes del Consejo de Todas las Tierras, el Ad Mapu o el We Kintun”. Ello de cuenta de una expresión identitaria del indígena muy vigente, que se constituye desde el activismo, la creación artística, la intelectualidad y educación, que se piensa y se moviliza; de “tantos que entregaron una parte inolvidable de su juventud a las luchas sociales, políticas y culturales del pueblo mapuche en la década de los noventa”.
Todo esto ocurre en el contexto de un país extractivista, maderero, de extracción de minerales; con una economía poco desarrollada. Un modelo que obstaculiza una efectiva independencia económica, social y política del pueblo mapuche.
Algo de historia en Malón:
Hasta fines de la primera mitad del siglo XIX, el pueblo mapuche gozaba de autonomía territorial; sus tierras se extendían entre el río Bío-Bío, hasta más allá del río Toltén, “frontera que había resultado de los acuerdos entre las autoridades coloniales y mapuche”, y que la República de Chile ratificó en Tapihue en 1825.
Pero con la Ocupación de la Araucanía, fechada entre 1852 y 1883, el pueblo mapuche perdió cerca de 5 millones de hectáreas de territorio, lo que significó el empobrecimiento de su gente. “La Ocupación de la Araucanía generó una desposesión territorial en el pueblo mapuche, desplegando un conjunto de dispositivos de disciplinamiento y violencia orientados a internalizar complejos de inferioridad en las generaciones futuras de mapuche, siendo el racismo uno de los símbolos más desgarradores de este proceso” (34-35).
Tras el período de Ocupación viene el de reducción, entre 1884 y 1929, “conformando propiedades de tierras que fueron entregadas en Títulos de Merced a los sobrevivientes de la guerra”. Fueron estos Títulos de Merced los que reconoció el Estado como tierras mapuche, “desconociendo lo que Martín Correa ha denominado las tierras efectivas y ocupadas ancestralmente (…) Bajo la constitución de los Títulos de Merced, el Estado reconoció la propiedad indígena, siendo esas tierras las que la Ley Indígena de 1993 señale como las restituibles, las tierras de la reducción institucionalizada” (36).
“Fue bajo el proceso de Reforma Agraria que una generación mapuche politizó y vio, en el desborde de la institucionalidad de esa misma reforma, la vía para reconquistar las tierras despojadas”. Con la Reforma Agraria, principalmente durante el gobierno de la Unidad Popular, se restituyeron tierras dentro de los marcos implantados por los Títulos de Merced.
Pero con el Golpe de Estado y la regresión de la reforma agraria buena parte de esta tierra fueron nuevamente usurpadas. Hito destacado de este proceso fue la promulgación del decreto de ley 2568 en 1979, que dividió en propiedades individuales las tierras de los Títulos de Merced Con esta división interna de las reducciones, el pueblo mapuche, señala Pairican, “enfrentaba el desafío del quiebre final de su tejido social fundante: vivir en comunidad” (Malón, 45). Es así como el pueblo mapuche se ve forzado a un proceso que Pairican denomina de chilenización neoliberal. La liquidación de los Títulos de Merced se condice con esta modernización neoliberal que “necesitaba la atomización social, ya que las decisiones serían individuales” (48).
“Los futuros militantes del movimiento mapuche, nacieron y crecieron durante el despliegue del neoliberalismo en la vieja frontera. Por tanto, están cruzados por la imposición del proyecto de la dictadura, y por lo mismo, su proceso de chilenización es distinto al de sus padres y abuelos”.
La historia reciente está determinada ineludiblemente por “el racismo, la pobreza y la gradual chilenización forzada de los pueblos originarios”. Ello explica el surgimiento del movimiento mapuche actual, en el contexto de una efervescencia de los movimientos indigenistas en el continente. Una movilización siempre presente pero que ha tenido sus estadios; en los 90 con el surgimiento del Consejo de Todas las Tierras, en 1998 la fundación de la CAM, y la posterior acusación de terrorismo hacia varios de sus miembros.
Desde el año 2003, el movimiento mapuche se caracterizó por la disputa de dos lineamientos políticos en pos de conquistar la autodeterminación: la vía política, movilización respetando el marco institucional, que buscó el reconocimiento constitucional y el respeto de los convenios internacionales adquiridos, y la vía rupturista a la autodeterminación, que otros denominan movimiento mapuche de resistencia; consistente en recuperar el control sobre las tierras por medio de la violencia política, para recomponer el territorio usurpado a partir de la Ocupación de la Araucanía. “Encabezados por una Coordinadora Arauco Malleco clandestina, esta tendencia se reforzó con el surgimiento de la Alianza Territorial Mapuche el año 2006” (23).
Bachelet en su última cuenta pública anunció el Plan especial para la Araucanía, que comprende el reconocimiento derechos políticos, un plan de desarrollo y reparación de víctimas. A su vez, pidió perdón, por haber fallado como Estado en este tema. Pero no basta con asumir el error, sino con identificar el problema y buscar formas de resolverlo. Y este conflicto, sin duda, involucra la recuperación de tierras usurpadas y la gestión y autonomía sobre esas tierras de acuerdo a la cultura del pueblo mapuche. A esto se suma una historia de violencia policial da larga data, con la militarización de la Araucanía y territorios aledaños.
Estamos, tal como manifiesta Pairican, ante una política estatal multiculturalista, de tipo neoliberal y asistencialista, donde las decisiones tomadas por los pueblos originarios no son vinculantes, por lo que, en la práctica, no transforman las relaciones de poder entre el Estado y los pueblos originarios. Políticas que no tiene por objetivo empoderar al pueblo mapuche, sino mantenerlo subordinado al poder del Estado chileno.
Pese a ello, el pueblo mapuche ha experimentado un proceso que Pairican denomina transformación política del movimiento, “que ha conseguido una conquista trascendente y duradera, que consiste (…) en el triunfo del paulatino restablecimiento de la dignidad de los hombres y mujeres mapuche.” Tal como señala Ancan en el prólogo de este libro, este triunfo de la subjetividad militante debe traducirse en logros políticos de carácter estructural, entre los que debemos contar la demanda territorial y de representación política autónoma.
Volviendo a Malón, y tal como queda señalado en el prólogo, en su práctica, el autor converge con la noción del intelectual de Edward Said: “el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, una filosofía o una opinión para y en favor de un público”. No es un espectador neutro y ajeno, aséptico y descomprometido (Representación del intelectual). Malón combate esta visión subalterna del indígena que no es coherente con el principio de autodeterminación y soberanía, fijado en los tratados internacionales de derechos humanos que Chile ha firmado y ratificado.