“Por fin eran desconocidos, su pasado quedaba olvidado. También para sí mismos eran desconocidos que habían olvidado quiénes eran o dónde estaban. Estaban más allá del presente, fuera del tiempo, sin recuerdos ni futuro. No había nada aparte de aquella sensación devastadora, emocionante y henchida. La cercanía de una cara conocida no era absurda, sino maravillosa”.
Ian McEwan, en Expiación.
La pulsión sexual adulta y la ignorancia de los verdaderos sentimientos que guardan cada uno de los personajes en su interior, recorren el conjunto de las secuencias rodadas con pulcritud, sobriedad, e inteligente economía gramatical, de “Perfectos desconocidos” (“Perfetti sconosciuti”, 2016), uno de las pocas cintas del realizador romano Paolo Genovese (1966), famosísimo en su país, que han llegado a estrenarse en las salas chilenas.
Un matrimonio anfitrión recibe para cenar a sus amistades inmediatas, y a sus respectivas parejas, en su departamento, emplazado en los barrios céntricos de la capital de Italia, a fin de recrear en un homenaje cinematográfico, el espectáculo montado arriba de un escenario teatral, y también de significar el ejercicio social e intelectual de intentar conocer con sinceridad y honestidad a otras personas. La metáfora no deja de tener cierta brillantez y originalidad: los comensales deben exhibir su intimidad hacia los demás concurrentes al encuentro, mostrando sus conversaciones privadas y los mensajes de la misma índole que reciban, desde ese preciso instante, a sus teléfonos celulares particulares, ahora y ya.
A partir de esa decisión colectiva e imprevista (resuelta a modo de un “juego”), la imagen que ellos tenían de sí mismos y ante el resto, variará de una manera peculiar, a través de la revelación de pequeños y de cruciales detalles cotidianos propios de sus respectivas existencias, donde se incluyen las confesiones obligadas, las interpelaciones de índole sentimental y afectiva.
La nocturnidad, la noche, lo oscuro (el tiempo diegético, ficticio, inventado del largometraje, transcurre a lo largo de una conversación en un lapso casi “real”), y las habitaciones interiores del inmueble anfitrión, son el lugar sobre el cual se desarrolla la totalidad de la acción dramática, y también la dirección artística en donde concurren como elementos exclusivos y constructivos, de una ambientación escénica, acompañados por la luna, por astro vespertino, por el satélite que despejado o cubierto de chubascos, alumbra el cielo romano y antiguo de esa jornada, que promete ser sencilla, usual, e inolvidable para sus participantes, convocados en torno a una mesa.
El arte de la simulación y su fuga, los engaños, las traiciones, el significado actual del rito y de la rutina matrimonial, son abordados por un libreto que trasluce la agilidad, la rapidez y la riqueza de un dialecto que expresa en palabras y mediante giros verbales, un diagnóstico efectuado en la mitad de una biografía humana, para ese elenco bastante cínico (y talentoso), encabezado por las actuaciones de Marco Giallini (Rocco), y de la intérprete polaca Kasia Smutniak (Eva). “Ni siquiera deseaba casarme”, dice una de las protagonistas, cuando se entera de la perfidia de su esposo.
La sorpresa, el dramatismo, la sorpresa, al igual que los parlamentos, mantienen la tensión y en vilo al espectador, durante gran porcentaje de esa comida filmada en un formato de tragicomedia, y tan conseguido por autores como el ya citado Ettore Scola, por el español Luis Buñuel, y también por el francés Alain Resnais. Se renuevan, así, las risas grabadas en ese departamento, y por supuesto que las tristezas, las decepciones, el dolor y el descubrimiento de saber quién es realmente el alma, el amigo, la pareja, el amante que se tiene al lado, lamentablemente, por libre y gustosa afinidad electiva.
Un plan de ruta audiovisual que se explaya gracias a una cámara cauta, pero pulcra en sus encuadres y en sus movimientos. Es difícil mantener una estética recreada bajo esa unívoca fórmula artística, y a la vez exhibir un producto simbólico cuya retórica prosiga los cánones propios del buen cine, y de una trama (en esta oportunidad concebida por un quinteto de escritores, que incluye al director), que según se ha observado, reproduzca en imágenes en pensamiento, con la ayuda de la capacidad interpretativa de los actores de turno, temáticas tan difíciles de manifestar en fotogramas que se desplazan, como lo es la vivencia de la sexualidad adulta, entre los 35 y los 45 años de edad, con sus contradicciones y un deseo sensual, que al revés de lo que se podría pensar, crece y aumenta en la entrada a ese período etario, de acuerdo a la visión entregada por el realizador.
Conocer al otro, preguntarse por el enigma impredecible que es cualquier ser humano, situado en una proximidad identificable, palpable. La naturaleza argumental y esencial de la confianza. La certeza de que sólo vivimos en el presente, finalmente, pues el futuro equivale a una incertidumbre difícil e imposible, prácticamente, de predecir. El aspecto más importante de “Perfectos desconocidos”, es que se plantea, en esa dinámica de una comedia plagada de ambigüedades dramáticas (una de sus ganancias), el desliz, la insinuación y la idea cinética de la farsa, por una elocuencia que lleva a preguntarse y a cuestionarse, en un ejercicio peligroso y desesperanzador, a veces, por la viabilidad de la honestidad, como base de la convivencia social y matrimonial.
Un comedor, una terraza, un baño de invitados y un dormitorio conyugal en el que se almacenan las distancias. Una hija de 17 años en crisis y con serias dudas acerca de su afectividad. Al cóctel se le añaden tres parejas unidas legalmente, y el amigo divorciado y cómodo en su soledad y exigua productividad financiera y comunitaria. Pocos espacios, empero el lente, y el libreto encarnado por los actores, dialogan y manifiestan una interrogante global y artera, profunda.
El discreto encanto, entonces, de esta pequeña burguesía, profesional, italiana, europea, universal, se desgrana en su animalidad instintiva, en la exégesis de sus deseos, aspiraciones y designios emocionales ocultos, por el conducto de una lógica audiovisual que prescinde de la obviedad, con el propósito de concebir un discurso engañoso, y difícil de apreciar, precisamente porque es hondo y meditabundo. Por momentos las secuencias y su profundidad califican para un lúcido thriller psicológico, en otras, hacia el juicio de una franca y jocosa comedia. Son las credenciales y las referencias de un filme, provisto de una categoría llamativa, por decirlo menos.
Y sobreviene la consulta por ese desfile amoroso de la intimidad, en una Roma nocturna, forjada en las coordenadas de una estética del hastío y de cierta desenvoltura cínica y esnobista, que recuerdan a “La dolce vita” (1960), de Federico Fellini, y a “Un verano ardiente” (2011), de Philipe Garrel, y nada es lo que parece, ni menos a lo que se asemeja. Los amantes se suceden, las parejas pasan, la compañía se deshecha, y la costumbre que cede a los vaivenes de la convivencia reglamentada y justificada sociológicamente, en deberes como la procreación filial.
La presencia de los hijos, su rol dentro de la vida de un casamiento, desenvueltos en el vientre de una civilidad matrimonial gastada, son tópicos a los que se recurre frecuentemente en las rayas y en los fragmentos de los diálogos capturados, no sólo por la cámara del director en esta película, sino, desde luego, e igualmente, por esa “caja negra” mínima, tecnológica, transgresora, moderna y registradora de nuestros actos y movimientos más triviales, en la cual se ha erigido como instrumento imprescindible, de “línea blanca” y hogareño, hoy día, el teléfono celular.
“Perfectos desconocidos” se proyecta en el Cine Arte Normandie, ubicada en pleno corazón de Santiago, entre otras salas nacionales que acogen a esta cinta.