“Aquí abajo, junto al mar, el silencio posee una condición especial por la noche. Es algo denso y al mismo tiempo hueco. Me llevó mucho tiempo, noches y noches, identificar lo que queda de mí. Es como el silencio que conocí de pequeño cuando estaba enfermo, cuando me quedaba en la cama con fiebre, resguardando bajo un montículo de mantas húmedo y caliente, con el vacío apretándose en mis oídos como el aire de una batisfera”.
John Bainville, en El mar.
Esto es lo que vimos y escuchamos en la tarde y en la noche del viernes 7 de julio de 2017. Y lo primero es lo esencial, y hay que decirlo y enunciarlo en claro: la tesitura del coro. La extensión de sus sonidos, de calidad y muy adecuados para la ocasión. Las buenas intervenciones de las percusiones, especialmente del timbal, de los bongos, sumado al estilo ceremonioso y eficaz de la maestra brasileña Ligia Amadio, en un volumen orquestal que quizás no era el perfecto para la ocasión, en ese inicio, el Fortuna Imperatrix Mundi, de “Carmina Burana”.
Luego, la aparición del barítono nacional Ramiro Maturana, en un tono grave, oscuro, viril y melodioso, aunque demasiado quejumbroso y plañidero, a nuestra complacencia. Se apreció un excelente contrapeso entre las voces femeninas y las masculinas del coro, mantenidas en un nivel que podríamos catalogar de más que aceptable, gracias al trabajo conductor de su director, Juan Pablo Villarroel. Y otra vez la presencia notoria del trío de bongos.
El impresionismo reinventado de Carl Orff, en una obra de amplios cromos estéticos. Nuevamente, las coloraturas emanadas por las gargantas propiedad del “sexo débil”. De frágiles para nada, en el reflejo propiciatorio de una pieza contundente, en esta partitura ecléctica, ambiciosa, hambrienta de gloria, de poesía y de sueños. Compuesta en pleno siglo XX, el de las guerras mundiales, y cantadas al modo en que lo hacían los juglares medievales, que caminaban los bosques preñados de fantasmas y de mitos.
Los bronces, en un rugido casi irracional, sostenido, sin embargo, por las cuerdas. Reaparece Maturana. Al principio de su desempeño, algo irregular, demasiado suave, y su timbre cedía ante la fuerza sonora y musical de la Sinfónica Nacional de Chile. Un motivo, la voz del barítono que adquiere forma, expresividad, fuerza, esplendor. Guiada por la batuta conocedora y respetuosa de los tiempos, de la maestra Amadio.
Fue el turno del contratenor Moisés Mendoza (un experto del falsete, de la voz en pecho). Estamos ya en el Ego sum Abbas, de la segunda parte In Taberna, de “Carmina Burana”. Un poco de dificultad en esa simulación timbral, difícil, compleja, que el cantante resolvió con apuro, no obstante acertadamente, amortiguado por la sutileza a la par de los vientos y de los bronces. Luego, comparece una vez más, Maturana, quien de menos a más, recupera, ahora sí, las extensiones, los requiebros, en el brillo de la oscuridad psicológica, tortuosa, cuando había que hablar y cantar.
El lucimiento de los bajos y cellos. ¿Y el coro y su sección masculina?: un murmullo que crece, que se ramifica en ese Teatro Baquedano, que acoge a un conjunto de primera cualificación. Son elementos propios del canon docto inaugural del siglo pasado, por lo demás: “En ninguna otra época de la historia de la música el timbre ha cumplido una función tan primordial como en el impresionismo. Todos los demás parámetros musicales, como la armonía, la melodía o el ritmo han quedado subordinados a la planificación del timbre y a la organización de las texturas tímbricas de la orquesta. La utilización de registros extremos, que ya se comenzó a explotar en anteriores períodos, alcanza en el impresionismo un momento culminante. Es sobre todo la orquesta el instrumento adecuado para la utilización de timbres y texturas muy diversificados. La música impresionista tiende a destacar, por una parte, los distintos timbres de la orquesta, en orden a planificar los colores y pinturas de forma muy diferenciada, o busca, por otra, combinaciones inusuales”, observa José María García Laborda, profesor titular de musicología, de la Universidad de Salamanca, en España.
Se reflejan por de pronto, los logros tanto escénicos como interpretativos del barítono Ramiro Maturana. Ahora, es el turno de la soprano Claudia Pereira. Vibraba su elemento vocal en el clásico reducto de la Plaza Italia. Un instrumento depurado y experto, que envejece cual si fuera licor auditivo, de lujo y del caro.
Después, el retorno de Maturana, cuyo ejercicio adquirió las características sonoras de una interpretación consolidada, con el paso de las pistas, y de los segmentos propios de la partitura de “Carmina Burana”, y de la función. El cantante dialogó, se puede afirmar, con el componente femenino del coro. Por momentos, y justo en ese instante, parece detenerse la orquesta. El silencio.
La música conceptual de Carl Orff (1895 – 1982), su cruce de estilos vocales, estéticos, sus motivos “semánticos” y sonoros. Pereira y un “solo” verdaderamente hermoso, con las cuerdas en sotto voce, casi apagadas, que permiten el lucimiento de la soprano. Surge la invocación de John Williams, el famoso compositor de bandas sonoras para filmes de cine, que se inspira frecuentemente en la bibliografía del autor alemán de “Carmina Burana”, la pieza multifacética de la cual han bebido todos los creadores musicales de la segunda mitad de la tempestuosa centuria XX.
Claudia Pereira, por segundos, por instantes, consigue notas agudas de exuberante belleza, que transitan y respiran el aire ambiental del Baquedano. Prosigue la praxis vehemente, pedagógica, ilustrativa de la maestra brasileña Ligia Amadio, pues la comentada es una pieza que tan sólo disfrutan en su madurez los directores y el público que acude a escucharla, pese a su fama, y empero a que su motivo temático, el de su inicio, sea una pista sonora recurrente para cualquier clase de producción simbólica, ya sea para prender el play del soundtrack de un anuncio publicitario, o bien porque corresponde a la ocasión fácil y propicia de educar a una audiencia ávida de aprender las claves y de aguzar el oído, y la sensibilidad, en el universo y legado musical doctos.
Las percusiones en una sintonía mayor, luego, sin su concurso y brillante participación, el montaje de “Carmina Burana” no atisba razón de ser. El coro, también, a pleno, rutilante, seguro, audaz, confiado, con la ilusión puesta en los réditos de la inmortalidad. ¿Qué sería de esta agrupación si contara con un recinto y escenario acústico, en equivalencia a su calidad hermenéutica?
“Y la percusión comienza a utilizarse en razón del color y del timbre, desligada de la función estructuralista y formal que tenía anteriormente. La potenciación de los diversos instrumentos de percusión comienza a tener un despliegue tan considerable que se convertirá a lo largo de todo el siglo XX en el instrumento preferido de los compositores de la modernidad”, insiste José María García Laborda.
Son las razones, por último, las vertientes ocultas y rupturistas, que se repiten en un desenlace de frenesí artístico y armonioso, con una disonancia que pugna por irrumpir: es el recordatorio de que la Sinfónica Nacional abordó una pieza “contemporánea”, atalaya de las nuevas formas del próximo expresionismo musical, uno por venir, uno por llegar. Aunque sea en el futuro.
Las funciones, así, se recrearán también durante este jueves 13 y el viernes 14 de julio.