“En la vida hay heridas que roen como una lepra en la soledad”.
Sadeq Hedayat, en La lechuza ciega, citado por Mathias Enard, en su novela Brújula.
La especie diezmada por la acción de un poderoso virus que le arrebata a sus miembros las características que los hacen individuos de pensamiento complejo, de la experiencia de sus sentimientos, y de sus facultades creativas; la civilización al borde de la extinción, luego de la pandemia y el colapso financiero y económico de las principales naciones que conformaban la organización política del planeta, en una representación de la vulnerabilidad material, social y conceptual de la modernidad.
Y en el afán de buscar la vida en otros universos y galaxias, la supervivencia peligra en el ecosistema de origen, siendo reemplazada, paradójicamente, la supremacía de la casta, por la “humanización” de las antes denominadas bestias. La situación descrita corresponde a la presentación argumental de “El planeta de los simios: La guerra” (“War for the Planet of the Apes”, 2017).
Un escenario de frío y de nieve, donde los principales protagonistas, El Coronel (Woody Harrelson) y César (Andy Serkis), han sufrido pérdidas filiales, y afectivas importantes. Ese par se encuentra irremediablemente “herido”. La búsqueda de las reparaciones y venganzas, el desamor, asimismo, son otros asuntos que influyen a lo largo del desarrollo de la trama. La expansión de una enfermedad masiva y mortal, y ese detalle, junto a las negaciones denunciadas, perpetran la comparación de este filme, con otra obra inolvidable y cercana: con “12 monos” (1995), del genial Terry Gilliam.
La lucha por la sobrevivencia, entonces, adquiere la fuerza y el imperativo de una verdadera “Guerra Santa”, como advierte El Coronel, un militar, un oficial de los ejércitos de esa humanidad sufriente, agonizante, que se ha propuesto permanecer en el dominio unívoco del planeta, en ese presente y futuro marcados por lo incierto y lo prometedor, en los cuales los seres enfermos, pierden el habla, escupen sangre, quedan reducidos a una condición de barbarie, a causa de las mutaciones del virus ALZ-113, nacido por las mismas instancias científicas que perseguían antiguamente la curación de las dolencias –menores ante la hecatombe actual-, y que afectaban a un reducido grupo de personas: el mal de Alzheimer.
En esta conflagración de espíritu final, también, se decide el dominio de la Tierra: o los hombres proseguirán su señorío, o en su defecto el reino de los simios, pasará a regir su autoridad, ahora dotados con grados de inteligencia comparables a la intelectualidad de los primeros, pero provistos de una mayor fuerza física y de mejores condiciones adaptativas a las cambiantes circunstancias y externalidades propias del clima y de los accidentes tanto mecánicos como específicos, conformes a la existencia en la superficie del planeta, y de esa forma soportar con éxito el frío, el calor, las avalanchas de nieve, la caída de un avión, los virus que afectan a la especie humana, o el hundimiento de un buque en medio del océano.
La estética cinematográfica de una situación al límite: la guerra, sus batallas, y el reconocimiento de una individualidad, de una diferencia sustantiva, que enlaza a los dos protagonistas, a César y a El Coronel, ambos, marcados por tormentos, lesiones y dolores, que respiran y se cobijan bajo la piel, insertas en esa escenografía y dirección de arte, inhóspita, el desierto de bajas temperaturas y poco acogedor del hielo, en un estado a punto de derretirse. Los conceptos de la evolución y de la permanencia, se refuerzan en esa retórica argumental, dramática y cinematográfica en pos de la eternidad conquistadas para la especia humana, o bien, en su desmedro, ahora, entregada a los fuertes e inteligentes simios, en la rebelión y disidencia organizada y dirigida por uno de los suyos.
El significado simbólico de la ciencia ficción, se manifiesta, de esa manera, como la referencia a un discurso casi filosófico en torno a los peligros que se ciernen sobre la humanidad, en ese afán por experimentar con las bases conceptuales y biológicas del fenómeno de la vida ,en los márgenes de la territorialidad propia de este planeta, despertándose un conflicto dramático en el cual los personajes de debaten entre sus obligaciones superiores, y el dominio íntimo que deben a sus sentimientos más privados y recónditos.
La ambientación filmada en un espacio preeminentemente de nieve, referencia en este largometraje, cuyo motor deviene de la lucha por la sobrevivencia y el ánimo de venganza, por ejemplo, con “El renacido” (2015), del director mexicano Alejandro González Iñárritu, y por qué no, siendo ambiciosos en nuestro análisis, con “Bajo la piel” (2014), del realizador británico Jonathan Glazer, en un contexto escénico sobre el cual, los protagonistas convienen en la superación a sí mismos, y de esa manera poder vencer sus egoísmos, miserias, temores, e impulsos irracionales, a fin de obtener una redención que se observa y se verifica, al alcance de la mano, para ellos y sus fatigados congéneres.
Uno de los aspectos dignos de mencionar en cualquier comentario que se efectué alrededor de “El planeta de los simios: La guerra”, se desprende de la calidad literaria de su guión, al combinar los registros circunscritos a un relato cinematográfico de acción, suspenso y hasta de aventuras, con la expresión de tramas profundamente amplias y sugerentes en sus significados históricos, antropológicos, y desde luego, sociológicos.
El apocalípsis, el final, el desenlace que se aproxima, y que sólo concluirá con el respirar definitivo de una de las partes en franca y abierta disputa. La conciencia de esa contienda, por parte de los involucrados, advierten de esa estética reflexiva, acerca de un Armagedón cuyo único norte no puede ser otro que la muerte, o su renacer vivificador en la posibilidad o promesa, de un futuro pleno e hipotético, ahora, en la geografía de una Tierra despoblada y en ruinas.
Porque las verdaderas heridas se encuentran bajo la piel, más allá de esa cáustica crítica sobre la modernidad, que se abarca en esta cinta, siguiendo el desarrollo de esos grupúsculos de hombres, que juran ante una bandera estadounidense también en cierta medida arriada, rota y alterada en sus símbolos fundamentales, con soldadescas que le rinden tributo, y que rapan su cuero cabelludo, a modo de identificarse y de diferenciarse radicalmente, desde sus rasgos fisonómicos elementales, en relación a los atributos distinguibles de esos encarnizados rivales, los crecidos y pensantes simios.
La tercera saga de la franquicia deja abierta la puerta para un cuarto título, y ese juicio evidencia la calidad de su libreto y de las ideas argumentales que subyacen detrás de sus diálogos y en la construcción de una realidad ficticia o diegética. Y la evolución, y los ciclos regenerativos de la especie y del planeta, se confunden en el devenir de esta trilogía que discurre acerca de temas y de conceptos de vigente actualidad, bajo los formatos y las prerrogativas de un más que aceptable thriller de ciencia ficción.