Sin duda, como alguna vez dijo Jauretche, entristecer a los pueblos es una poderosa herramienta política. Y desde cierto punto de vista, sin dejar de lado otras dimensiones, cruciales, como puede ser la defensa de intereses económicos, las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX, tuvieron ese resultado (quizás ese fin): entristecer a los pueblos. Confiscar toda esperanza. Destruir la idea misma de esperanza. En particular en su dimensión colectiva: la creencia de que juntos, uniendo fuerzas, estableciendo lazos entre personas y grupos, apuntando, defendiendo lo común, era posible conquistar espacios y constituirse en fuerza política de transformación para asegurar a los sectores más vulnerables un lugar en este mundo. Un lugar donde estuviera garantizado ese conjunto de necesidades que hoy pensamos en términos de derechos. Trabajo, vivienda, salud, educación. Vida. Vida digna.
Pero no. Había que matar la esperanza. La posibilidad de contar con el otro. La posibilidad de verse uno mismo como alguien con quien el otro puede contar. Una vez más, vamos con Orwell. Si el personaje central de 1984, Winston, es efectivamente el “último hombre”, es decir el último representante de una idea, de una forma de concebir la humanidad, ese hombre muere (aun permaneciendo vivo) en el momento preciso en que, para evitar “lo peor”, lo que para él encarna lo peor, transfiere ese suplicio a otro cuerpo. No cualquier cuerpo. El cuerpo del ser amado. Lo que se rompe ahí, en la ficción de Orwell, es algo más que un vínculo. Se rompe la representación que Winston tenía de sí mismo y que lo hermanaba con el personaje al que traiciona. La palabra traición es la que se usa en el relato. Y es doble. La traición, en 1984, es traición hacia el otro pero, también, hacia sí mismo. Winston sigue vivo después de pasar por la experiencia de dolor extremo pero es un cuerpo vacío. Es un muerto-vivo. Y es un muerto-vivo porque está absolutamente solo. No puede contar con otro. Nadie puede contar con él.
La novela de Orwell analiza con extrema precisión las lógicas de lo que fueron los totalitarismos en el siglo XX. También arroja luces sobre nuevas formas de control que hoy padecemos y que, sin embargo, se arropan con el nombre de democracia y libertad. No hay contradicción. En esa misma novela, el lenguaje es el arma. El ministerio de la verdad organiza las mentiras. Se tortura en el ministerio del amor. El ministerio de la paz se encarga de la guerra. El ministerio de la abundancia administra la penuria. No puede sorprender que, ya sepultado el siglo XX, vivamos en el siglo XXI, aferrados a ciertas discutibles “libertades”.
Subrayo dos. La primera es la que indicó, hace poco, en una conversación informal, un profesor francés, comentando las elecciones presidenciales en Francia: “se trata de la posibilidad de elegir, no al candidato que nos representa sino al adversario”; y sin duda, en más de un país, la libertad de votar ha quedado reducida a eso: elegir democráticamente al adversario. ¿Al mejor adversario posible? Primer punto. Por otra parte, y quizás a modo de consuelo, somos libres de expresar descontentos. Tenemos muchas maneras de hacerlo. Por escrito, de viva voz, poniendo el cuerpo en la calle y, también, promoviendo nuevas formas de encuentro, levantando candidaturas alternativas que, sin duda, apuntan a una cuestión central cuando, precisamente, reivindican la esperanza.
Desde ya: reivindicar no es suficiente. Para que la esperanza sea otra cosa que una bonita palabra hay que dotarla de un cuerpo. De un cuerpo social. Muchos son los que trabajan en esa dirección en los diferentes escenarios de la política. Los escenarios que regularmente salen en los diarios y que comentan los profesionales adecuados. Y los otros. Los que cuesta visualizar.
Aquí, allá, un poco en todas partes, a diario probablemente, suceden cosas sorprendentes. Hechos que no llegan a ser noticias. Porque para ser “noticia”, para merecer ser noticia, la mayoría de las veces, con las honrosas excepciones, hay que ser “mala noticia”. Los diarios, los analistas, los comentaristas, los columnistas, desde luego, no escapan (no escapamos) a la “denunciología”, de la que hablaba Aram Aharonian, la semana pasada, en este medio. ¿Por qué? Debe haber varias razones. Intuyo que una de ellas tiene que ver con que, la denuncia, es –quizás– la última trinchera de una humanidad que no está logrando expresarse de otra forma. Construirse de otra forma.
Un ejemplo. Me mencionaba hace unos días una colega, que existe un pueblo, en México, que en el año 2011 decidió organizarse para ponerle freno al crimen organizado y a una serie de abusos, de diversa índole, que ocurrían en la zona. Cherán. Quienes iniciaron la movilización fueron mujeres. El pueblo adoptó su propio sistema de protección y de elección de autoridades. Se trata de una sorprendente experiencia de auto-organización sobre la que hay relativamente poca información. Sin embargo, sería importante saber más. ¿O no? Conocer los logros de Cherán. Sus dificultades.
De manera menos espectacular, todos los días, hombres y mujeres despliegan cierto poder de transformación, en los barrios, las comunas, los pueblos en los que les toca vivir. Pasa lo mismo. Rara vez son noticia salvo en algunas revistas dedicadas al ocio. ¿No merecerían otro lugar? Algunas de esas experiencias demuestran que Orwell, por suerte, escribió un libro de ficción. No existe Winston. No existe el último hombre. No todo es soledad. Egoísmo. Individualismo. Supervivencia. La derrota no es “total”. Y es una elección –quizás política– ver solo una parte de nuestra realidad.
En las escuelas de ciencias políticas, en las escuelas más generalmente, sean o no de ciencias políticas, no nos invitan con facilidad a pensar conjuntamente la palabra “esperanza”, con la palabra “política”, ni menos con la palabra “economía”. Y otras, de singular importancia. Habría que probar.
“El arte de nuestros enemigos –dijo Arturo Jauretche– es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente.” Lo dijo hace tiempo, sin embargo, algunos siguen encontrando ridículo hablar de esperanza y de alegría en el ámbito político.
En todo caso, no se trata de hablar. Ni de fomentar nuevas campañas publicitarias en torno a una palabra. Se trata de ser capaz de identificar en nuestro pasado y en nuestro presente –como muchos vienen haciendo– aquellas experiencias que tozudamente dejan claro que no se cometió el último crimen. Que sigue siendo posible contar con el otro y verse uno mismo como alguien con quien el otro puede contar.