¿Cuándo se deja de vivir? ¿Se puede estar vivo sin ser uno mismo? ¿En qué momento la persona que nos ha cuidado a lo largo de la vida pasa a ser sujeto dependiente? Cualquier persona que ha tenido que vivir el deterioro por Alzheimer o demencia senil de un padre, una madre o un abuelo se puede identificar con estas preguntas que fueron el origen de “A la sombra del roble”, filme de egreso de un grupo de estudiantes de la Escuela de Cine de la Universidad del Desarrollo, que se basa en las experiencias del director Nicolás Saldivia con su propio abuelo y que hoy se encuentra en cartelera.
Roberto -interpretado por Julio Young- es un anciano que se hace cargo de la casa de su hijo Jorge (Daniel Candia) cuando éste queda viudo y lo ayuda con la crianza de sus dos hijos -un joven universitario (Vicente Almuna) y una niña pre adolescente (Francisca Poloni)- y con el funcionamiento de las actividades domésticas. Este equilibrio precario se rompe cuando Roberto comienza a dar signos de deterioro mental, los que terminan haciendo crisis y obligando a Daniel a recluirlo y a enfrentarse, finalmente, a la relación con sus hijos y con su propio duelo.
La película escoge no situarse desde la subjetividad de ninguno de los personajes, sino que se mueve observando cautelosa el devenir de cada uno de ellos. La niña entrando a la adolescencia sin una figura materna que se pregunta sobre la feminidad y ve como sus compañeras cuestionan su cuerpo; el estudiante imbuido en la ligereza de ser joven, adolorido por las pérdidas, cuestionando las decisiones de su padre pero sin tener muchos recursos para hacerse cargo de las suyas propias; el padre que entiende que su rol es mantenerse firme y proveer, que resuelve en lo práctico, pero que no ha podido darse el espacio para sus propios dolores y deseos y el abuelo que es consciente de su deterioro, pero que no puede resistirse a los años y a la pérdida de sí mismo. Todo esto situado en el gris del invierno santiaguino, con una atmosfera fría en que -aun habiendo luminosidad- no aparece el sol, y en donde la melancolía del ambiente expresa también los estados de ánimo de los personajes
“La sombra del roble” se mueve sin sobre enfatizar en el drama humano que viven miles de familias, en la precariedad de las relaciones con los más cercanos y en los silencios y deudas que se van acumulando en el día a día. Es una película sin desbordes visuales ni emotivos, que va construyendo la empatía en los detalles. Es esa misma contención que define a los personajes -algo tan propio de nuestra idiosincrasia: dolerse sin hacer ruido, sin molestar a los demás- la que mantiene sujeta la narrativa de la película. Es un correcto retrato de una sociedad en donde poco nos confrontamos, no sólo los unos con los otros, sino que nosotros con nosotros mismos. Una sociedad en donde la intimidad es de lo que no se habla, en donde nos damos poco espacio para la duda y los duelos y en donde la exigencia es funcionar, no reflexionar. De allí que “La sombra del roble” sea una película en donde los encuentros y desencuentros están en el moverse de los personajes más que en sus palabras, en donde los pequeños gestos y las miradas van definiendo los procesos y en donde el espectador queda con la sensación de que la conexión sólo será posible cuando se traspase el pudor y los dolores puedan mirarse de frente.