En lo que están de acuerdo, en general, todos los políticos es que deben emprenderse todavía muchas reformas y continuar otra serie que han quedado a medias o necesitan ser corregidas. Sin embargo, también suelen concordar en que estas transformaciones demandarán muchos recursos y que la caja fiscal difícilmente podrá financiar cuando el crecimiento está prácticamente estancado y, por lo mismo, la recaudación tributaria tampoco aumenta. Junto con reconocer los cambios demandados por el pueblo, en realidad la clase política presenta como excusa, claro, que todo deberá hacerse gradualmente y que, en definitiva, hasta los jubilados de la tercera o cuarta edad tendrían que esperar muchos años antes de recibir una pensión digna.
Con ello, lo que se nos advierte es que cientos de miles de adultos mayores no resolverán sus problemas antes de fallecer. Como así tampoco podrán atenderse las exigencias de los estudiantes, profesores, padres y apoderados. Como, tampoco, la salud pública podrá hacerse cargo de atender oportunamente a los más pobres, cuando ya resulta aterrador el número de fallecidos a la espera de atención médica en los hospitales.
Si los candidatos presidenciales estuvieran realmente resueltos a acometer soluciones con cargo al actual presupuesto fiscal tendrían que concluir que ello será imposible sin que el Estado cuente con mucho más recursos que los actuales, sin emprender medidas que pueden para algunos aparecer como revolucionarias, como la necesidad de cobrar más tributos y descargar las soluciones más urgentes en una profunda redistribución del ingreso. Cuando tenemos una de las economías más inequitativas del orbe y causante de una pavorosa concentración de la riqueza solo en un puñado de chilenos.
Nos sorprende que mucha gente que se proclama de izquierda se sienta inhibida para propiciar un cambio drástico en el país por el temor de ser tildados de “revolucionarios” o “irresponsables”. Epítetos frecuentemente usados por la derecha como por los actuales moradores de La Moneda.
Si bien es cierto que las grandes transformaciones de la historia han estado precedidas, casi siempre, por la violencia, la guerra civil y hasta los golpes de estado, creemos que perfectamente en “democracia” se podrían satisfacer las demandas populares si efectivamente quienes gobiernan se asumieran en genuinos representantes de sus naciones. De hecho, en nuestro pasado institucional se implementaron enormes reformas en la educación, en la tenencia de la tierra, la propiedad de nuestros recursos naturales y otros. Cambios, todos ellos, apoyados por gobiernos ideológicamente muy distintos entre sí, pero siempre refrendados por leyes aprobadas por el Poder Legislativo. Aunque también es cierto que la violencia de la derecha y la recurrente insubordinación de las FFAA luego terminaron por derribar nuestra institucionalidad para instalar un régimen contrarrevolucionario. Chile, en el pasado, fue capaz de alcanzar muchos acuerdos y hasta consensos políticos para emprender los cambios demandados por la ciudadanía, lo que también podría suceder en la actualidad, pero siempre y cuando estas reformas sean forzadas por la movilización popular.
En tal caso, lo honesto y lo realista ahora es asumir que los millones de trabajadores que ganan como promedio apenas 500 mil pesos mensuales, los cientos de miles de pacientes que aguardan por atención médica, como esa infinidad de jóvenes que aspira a una educación de calidad, empleo seguro y mejores expectativas de vida, no van a poder alcanzar sus objetivos si es que mantenemos los privilegios que en nuestro país favorecen a los más ricos, a la casta militar y a los más poderosos inversionistas nacionales y extranjeros. Si es que nuestros yacimientos mineros siguen cautivos de las transnacionales y mientras algunas empresas, incluso del área de servicios, tienen el descaro de reconocer utilidades que se duplican de un año para otro. Así estemos en plena crisis, como algunos aseguran.
No hay duda que “igualar para arriba” impone necesariamente acabar con esas pensiones que superan los cinco o seis millones de pesos mensuales, en contraste con los que reciben incluso menos que el salario mínimo después de haber trabajado toda su vida. Que se termine, también, con la mala costumbre de que los uniformados puedan jubilar antes de los 50 años, mientras los civiles tienen que acogerse a retiro a los 60 o 65 y, muchas veces, siguen obligados a trabajar todavía por ocho o 10 años más. Que asumamos todos como completamente inmoral que los supuestos representantes del pueblo en La Moneda o el Poder Legislativo obtengan sueldos 30 o 40 veces por encima del salario mínimo o del promedio de los chilenos y chilenas. Que en los ministerios y otras “reparticiones” del Estado pululen centenares de asesores cuyos sueldos se empinan por sobre los que ganan los empleados públicos de larga carrera administrativa.
Lo que se debe hacer es tomar al “toro por los cuernos” y terminar con la hipocresía política de que todas las reformas podrían emprenderse sin necesidad de una profunda reforma tributaria o, incluso, un impuesto patrimonial. Sin que se obligue a las empresas extranjeras a pagar un justo royalty por las riquezas que se llevan y nos lo van extinguiendo. Nos parece el colmo, en este sentido, que se quiera emprender una reforma tributaria sin tocarle el bolsillo a los dueños de las AFP y a sus multimillonarias utilidades. Uno de los negocios más lucrativos de toda la Tierra, como se ha reconocido. Incluso más que el de los propios bancos.
Que se tenga la desfachatez, por el contrario, de elevarles las cotizaciones a los trabajadores más pobres como condición de que algún día (en 30 o 40 años más) puedan abrigar una pensión más justa. Sin que nuestro Estado, ahora y urgentemente, recaude recursos para mejorar las pensiones más bajas, destinando para ello los fondos de la Ley Reservada del Cobre, por ejemplo, cuanto rebajando los escandalosos gastos de Defensa que los gobiernos civiles han mantenido para estar gratos con el mundo castrense.
Preciso sería, asimismo, una reforma económica que le devuelva al Fisco la iniciativa y la propiedad de empresas destinadas a ponerle valor agregado a nuestras exportaciones, como a darle trabajo a ese más del 10 por ciento de habitantes, en realidad, que carece de empleo, sin contar en esta cifra a todos los que tienen un trabajo temporal o precario. Sin embargo, nada de ello se propone en los programas presidenciales y hasta los propios abanderados de izquierda se dan vueltas y vueltas en los llamados “temas valóricos” para soslayar un real compromiso con la justicia social y la equidad. Signo que ha sido siempre el más distintivo de cualquier progresismo.
Pese a la deslenguada competencia electoral, los observadores políticos concluimos que existen más coincidencias que disensos entre los candidatos. Que el triunfo de un derechista, un centrista o de un izquierdista no sería de real impacto en la política de los consensos que sigue practicándose en la labor legislativa y las acciones gubernamentales. Cuando ya los ciudadanos le dieron al actual gobierno una amplia mayoría parlamentaria, sin que llegaran, de verdad, los cambios demandados y prometidos por quienes nos convocaron.
Con todos los traumas de nuestra historia y sus reveses habría que estar francamente desquiciado para promover en este momento la violencia, cuanto la obtención del gobierno por la fuerza. Aunque todo indique que, si siguen postergándose los cambios, la confrontación podría hacerse inevitable con el estado de malestar del país, la creciente decepción de los electores y la corrupción de la política. Cuando en la víspera de nuevas elecciones, no hay referente electoral que, además, no presente pugnas internas en la confección de sus listas parlamentarias. Enfrentándose, como están, por sus “cupos” en las cartillas electorales, como por darles cobertura a esos mesiánicos caudillos que piensan que la crisis económica y social podría amainar o prolongarse por cuatro u ocho años más, a la espera de que ellos oficien como los salvadores del país.
Haciendo gala, por supuesto, de una arrogancia y vanidad extrema que superan, francamente, las de la viejas generaciones de políticos.