La palabra cultura, acción de cultivar, en su raíz etimológica, ha sido diversamente abordada. Desde una perspectiva amplia, involucra aquellas producciones simbólicas que manifiestan expresiones identitarias de personas, colectividades, grupos y comunidades.
En su libro Cultura e imperialismo, Edward Said escribe:
“… la cultura es una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said, 1996:14)[1].
Así, la diversidad, la diferencia, es esencial a la cultura. Como ocurre en la construcción y convivencia de las identidades, la cultura también entraña el conflicto. Y, yendo un poco más allá, no es posible disociar las causas políticas e ideológicas de las expresiones culturales.
A ello se suma una pretendida pureza de las culturas, a lo que Said responde:
“…la historia de la cultura no es otra que la historia de préstamos culturales. Las culturas no son impermeables; así como la ciencia occidental tomó cosas de los árabes, ellos las tomaron de los indios y los griegos. La cultura no es nunca cuestión de propiedad, de tomar y prestar con garantías y avales, sino más bien de apropiaciones, experiencias comunes, e interdependencias de toda clase entre diferentes culturas” (1993:337). Esta mirada trasciende los límites de la propiedad privada y, a la vez, de las identidades culturales particulares, abordando su interrelación.
Néstor García Canclini, por su parte, señala que la cultura es una “producción de fenómenos que contribuyen mediante la representación o reelaboración simbólica de las estructuras materiales, a reproducir o transformar el sistema social”. De igual modo, afirma que “pese al predominio capitalista, la complejidad de la interacción entre sistemas culturales no puede ser reducida a una penetración unidireccional, a la mera destrucción de las culturas es autóctonas” (Cultura y Sociedad. Una introducción). En este sentido, resulta interesante aplicar los conceptos de lo emergente, dominante y residual, desarrollados por Raymond Williams, para entender la convivencia de los fenómenos propios de la cultura sin soslayar su vínculo con la ideología y los conflictos de poder.
Bajo un enfoque de derechos, podemos afirmar que el sistema internacional de derechos humanos garantiza el derecho a la cultura. Entre ellos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en su Artículo 15, reconoce el derecho a toda persona a participar en la vida cultural, debiendo el Estado asegurar el pleno ejercicio de este derecho, mediante la toma de acciones necesarias para “la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia y de la cultura”.
Igualmente, la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural, de Unesco, destaca “la pluralidad de las identidades que caracterizan a los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad cultural es tan necesaria para el género humano como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido, constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras”. Los derechos culturales son patrimonio y fuente de desarrollo, pero también son vistos como parte integrante de los derechos humanos, “que son universales, indisociables e interdependientes. El desarrollo de una diversidad creativa exige la plena realización de los derechos culturales, tal como lo define el Artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos”. A estos instrumentos, sumamos la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, también de Unesco, y la Declaración de Friburgo, a la que el Estado de Chile no ha suscrito. En esta última, se definen los conceptos de “cultura”, “identidad cultural” y “comunidad cultural” apelando a los valores, creencias, saberes, idiomas, modos de vida, tradiciones y artes como expresiones esenciales de lo humano; de los sentidos que otorga a su existencia. Asimismo, insta al respeto de la identidad y patrimonio cultural de los individuos y colectividades.
Los trabajadores de la cultura y las artes en Chile también se organizan, exigiendo que el derecho a la cultura sea integrado en una nueva Constitución, además de aumentar el gasto en esta área, tal como lo recomiendan los organismos internacionales competentes a los que nuestro país suscribe.
[1] Said, E. [1993] 1996. Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama