“Yo soy más de lo que menos me dejen ser”, afirmó Joan Manuel Serrat hace años, cuando le preguntaron si se sentía más español o catalán. Algo parecido ocurre con la globalización: quiere convertirnos en consumidores homogéneos y hacernos vivir en un gran mall con las mismas películas y series, pero algo sucedió fuera de lo previsto: el fenómeno hizo valorar y abrazar con más fuerza la identidad local, la que a su vez está más articulada y tiene más historicidad cuando opera a través de un pueblo o de una nación dentro de otro estado-nación.
El Estado y su pretensión de identidad nacional homogénea, forjado hace doscientos años, hizo crisis recientemente por fuera y por dentro. Por fuera, como lo afirmó Salvador Allende visionariamente en su discurso en Naciones Unidas en 1972, “debido a un verdadero conflicto frontal entre las grandes corporaciones transnacionales y los Estados. Estos aparecen interferidos en sus decisiones fundamentales -políticas, económicas y militares- por organizaciones globales que no dependen de ninguna (…) institución representativa del interés colectivo”. Y también por dentro, debido a la importancia que adquirió la identidad más inmediata -mapuche, catalana, aymara, escocesa- entre muchas otras.
A nivel mundial, las élites políticas de los estados-nación reaccionaron, a grandes rasgos, de dos maneras. Un grupo entendió que la bandera del país no debía ser vista como opresora de la identidad local, por lo que avanzó hacia constituciones y institucionalidades plurinacionales, en las que la identidad inmediata y la del país se volvían compatibles. Un ejemplo está justo después de la frontera: la identidad boliviana se reconoce aymara o quechua, y viceversa. Otro grupo, en cambio, ha optado por sostener la identidad hegemónica, lo que ha hecho revivir las historias de opresión y sometimientos propias de distintos lugares del mundo.
Hoy por hoy, Europa ve con desasosiego la evolución de los acontecimientos en Cataluña. Las actuales fronteras continentales tienen dentro de sí una infinidad de identidades locales, cuyas semillas de rebeldía y/o el mero pragmatismo podrían dar lugar a nuevos levantamientos.
Mientras, acá, en Chile, ha caído el grosero montaje de la “Operación Huracán” -una vergüenza para el Gobierno y sus dignatarios-, una acción que, aunque sea negado y hasta represente una afrenta para las actuales autoridades, no es más que una continuidad contemporánea de los conquistadores españoles o de la Pacificación de la Araucanía, la cual en su versión actual trata de imponer la integridad de Chile por medio de los lumazos, con el decidido apoyo transversal de la clase política, de los grandes empresarios y de sus medios de comunicación afines.
Como decía Jorge Larraín, autor de Identidad Chilena, en una entrevista “uno es el pueblo conquistador y el otro el pueblo vencido. Por lo tanto impone su cultura, su modo de ser, su organización social y política, el que controla los medios, el que se apodera de las tierras. Tiene una primacía que hace que el otro se integre, pero como perdedor”.
El problema es que, como decía Serrat, las personas y los grupos son más de aquello que no les dejan ser, por lo que el sofocamiento inmediato da lugar posterior a nuevas acciones insurreccionales.
Todos nuestros últimos gobiernos, que han procurado la inserción de Chile en el Mundo, la conversión en los Jaguares y en la Inglaterra de América Latina, la firma compulsiva de tratados de libre comercio y las mejores condiciones para la inversión extranjera, actúan sin embargo con total ignorancia frente a la otra cara de la globalización.
En el caso específico del pueblo mapuche, a las históricas querellas contra el estado de Chile se ha sumado la acción de los grandes capitales que demandan para su propio beneficio las tierras que ellos reivindican. Es el gran actor en las sombras y el que ha agudizado las contradicciones. Por eso hay que visibilizar y volver a nombrar: así como se ha pasado del concepto “dictadura militar” a “dictadura cívico-militar”, en este caso habría que pasar de “conflicto mapuche”, término usado en general por los medios de comunicación, a “conflicto entre el pueblo mapuche y el Estado chileno y las Forestales”.
Pero no es un conflicto solo de intereses, sino de formas de entender la presencia en el Mundo, puesto que, tal como lo señala el concepto del Buen Vivir, los pueblos originarios de América Latina buscan habitar en armonía con los demás seres humanos y la naturaleza, sobre la base de la unidad, la solidaridad y la empatía, retomando en estos tiempos los principios ancestrales. Esta mirada no es antropocéntrica y ni siquiera egocéntrica: formamos parte de la misma unidad y así como “nosotros somos montañas que caminan, los árboles son nuestros hermanos”, dijo alguna vez el ex canciller boliviano, David Choquehuanca, para explicar el punto. Lo más importante es la vida en un sentido amplio, no el individuo ni la propiedad. Tal cosmovisión en búsqueda de la armonía exige, como es obvio, la renuncia a todo tipo de acumulación, lo contrario del orden trasnacional al que Chile adhiere con tanto entusiasmo.
Se trata, entonces, de un asunto que requiere dirigentes que, además de tener altura de estadistas, posean una comprensión histórica y global de la naturaleza de la situación. Lo que hemos elegido, sin embargo, son gobiernos que recurren a lo más básico: delegar el asunto en las Fuerzas Especiales de Carabineros, mientras se adecua la misma Ley Antiterrorista que Pinochet usó para perseguir a los disidentes. De algo podemos estar seguros: así no se resolverá el problema, como a esta hora deberían tomar nota en La Moneda, luego del fallo de la Corte Suprema por la “Operación Huracán”.