El editor de The Economist para América latina, Michael Reid, ha hecho recientemente un descarnado análisis del legado económico del actual Gobierno, señalando que, si bien realizó una serie de tareas destacables, “ha sido una decepción para muchos chilenos”.
Reid estima que la raíz de esta desilusión sería un “mal diagnóstico” de la Presidenta respecto de la profundidad de los cambios que pedía la ciudadanía, pues, a su juicio, “los chilenos no demandaban cambiar el modelo, sino mejorarlo”.
Coincidiendo con la propia percepción de la Mandataria, Reid estima que el programa de reformas fue “muy ambicioso”, aunque con intenciones correctas en el sentido de que Chile, para progresar, requiere avanzar hacia una sociedad menos elitista, más igualitaria, con más igualdad de oportunidades, destacando logros de Bachelet como la despenalización del aborto, política energética y cambio al sistema electoral, pero acusando que sus grandes reformas -tributaria y educacional- fueron diseñadas “con insuficiente atención a la calidad técnica”.
Como resultado, Reid dice que el desempeño económico del gobierno de Bachelet “ha sido mediocre”, más allá de la caída del precio del cobre, pues hay otros factores, como su falta de confianza en el sector privado, que han afectado el crecimiento, hecho que, no siendo el fin único de la política, es condición clave para lograr los avances sociales que busca un gobierno de centroizquierda.
Por de pronto, hay amplia coincidencia entre los especialistas en que, para dar un salto al desarrollo, se requiere un mejor Estado, mejores políticas públicas y más capital humano, aspectos en los que, reformas como la tributaria y educacional, son indispensables, pero, a su turno implican, necesariamente, fuerte impacto en el crecimiento.
En efecto, si nos imagináramos una sociedad en la que el capital y el ahorro privado pudiera multiplicarse siguiendo las señales de mercado, de manera que dichos recursos se invirtieran solo en los proyectos más rentables en una pirámide de posibilidades, el crecimiento “promedio” de esa economía sería tan alto como las rentas que dichos capitales pudieran conseguir anualmente, al elegir las inversiones con mayor retorno. Salud y Educación, por ejemplo, son sectores que, gestionados como derechos ciudadanos, son rentables socialmente en el largo plazo y al asumirlos, el Estado debe recoger desde sus ciudadanos cuantiosos recursos cuya rentabilidad económica cae en el corto plazo, haciendo disminuir el crecimiento promedio.
La realidad socio-política moderna, empero, impide un modelo tan simplista, porque, a poco andar, sus resultados serían que aquellos segmentos ciudadanos que cuentan con ahorros y pueden invertir, tendrían un rápido incremento de sus recursos, mientras que quienes no cuentan con ellos, se empobrecerían, generando una desigualdad social aún mayor a la que hoy demanda soluciones políticas en las calles y que ha ido poniendo en tela de juicio la aplicación del mercado y/o las soluciones privadas a necesidades públicas en el país.
Así las cosas, conseguir el desarrollo exige de un delicado equilibrio entre la intervención político-social que puede hacerse efectiva sobre los sectores que manejan capital y ahorros, con el diseño de medidas que no desestimulen sus expectativas de reproducir esos recursos a tasas de retorno atractivas, evitando que se deterioren las inversiones indispensables para crear trabajo, riqueza e impuestos, de modo de poder atender, de vuelta, las necesidades sociales que emergen de la libertad de empresa, emprendimiento y derecho de propiedad.
En dicho marco, las políticas económicas de centroizquierda si bien apuntan en la correcta dirección de responder a necesidades y derechos imperfectamente distribuidos en una sociedad libre y de talentos diferentes, de modo de evitar una mayor inquietud social, implican recaudar recursos de los ciudadanos a través de tributos que se amplían y extienden cuanto más aumentan las exigencias sociales, pudiendo así llegar a un punto en el que el equilibrio citado se quiebra, desestimulando la inversión y el ahorro, y haciendo huir al capital.
Reid reconoce que, políticamente, “mucha gente en Chile piensa que el país debe ser más igualitario, que tiene una elite empresarial muy cerrada”, pero agrega que “no necesariamente los medios adoptados para lograrlo han sido los mejores”. Los desafíos que Chile enfrenta para no caer en la trampa de los países de ingresos medios implican que “el mero rechazo al intento de reformas de la presidenta Bachelet esconde un problema real”, pues el foco no son las reformas en sí mismas, sino la forma en que se diseñaron y que han hecho estimar a muchos analistas que “Chile ha perdido un poco el rumbo”.
De allí que Reid concluya que, contrario sensu, “los gobiernos de la Concertación se habían caracterizado por dar mucho valor a la calidad técnica en la gestión, práctica que se ha perdido en Chile”. Y si bien es comprensible que las nuevas generaciones, que no vivieron la transición dictadura-democracia, tengan una actitud crítica hacia dicha coalición, es una “mala señal” que partidos o grupos políticos que participaron en ella tengan “vergüenza de su pasado”, pues “no había motivos para avergonzarse de la Concertación”, porque más allá de las críticas puntuales que se le pudieran hacer, “fue un periodo exitoso”, dijo.
Las consecuencias de este proceso de fragmentación que se observa en la centroizquierda conforman, para Reid, “el fin de un ciclo” que le exigirá renovación de liderazgo e ideas. Pero en especial en el rol que aquella le asigna al Estado y a su capacidad real para participar en el crecimiento y la productividad, de manera de evitar el impacto de una injerencia desequilibrada en los recursos de los particulares, que, por lo demás, hoy en Chile explican cerca del 80% de la generación del Producto Interno Bruto.