Ignacio Salvo, compositor: “Internet me formó musicalmente”

Tiene 22 años, la Sinfónica Nacional ha tocado dos veces su música y dice que tiene cientos de obras guardadas y planes para nuevos estrenos. Esta es una conversación con un joven músico que rellena partituras en su casa en Maipú y que no tiene la más mínima duda sobre la calidad de sus composiciones: “No es arrogancia, es honestidad”.

Tiene 22 años, la Sinfónica Nacional ha tocado dos veces su música y dice que tiene cientos de obras guardadas y planes para nuevos estrenos. Esta es una conversación con un joven músico que rellena partituras en su casa en Maipú y que no tiene la más mínima duda sobre la calidad de sus composiciones: “No es arrogancia, es honestidad”.

Viernes por la noche y la Orquesta Sinfónica Nacional recibe un largo aplauso en el Teatro Universidad de Chile. Alejandra Urrutia, una de las directoras chilenas más destacadas de la actualidad, hace reverencias, agradece y busca con la mirada en la platea baja. Quien sube al escenario es un compositor que pasaría desapercibido con uniforme escolar, pero lleva jeans, una polera lila, zapatillas y el pelo algo desordenado. Ignacio Salvo Palominos (1995) agradece los aplausos, se baja del escenario y pocos segundos más tarde Alejandra Urrutia le grita para que vuelva: ¡Ignacio! Vuelven las reverencias, siguen los aplausos.

Esa noche, la Sinfónica cerró el Festival de Música Contemporánea de la Universidad de Chile con Dies irae, pieza que ganó el concurso de obras sinfónicas que contempla el evento. No era la primera vez: en 2015, la orquesta tocó Leyendas de los bosques, una partitura que Salvo presentó al concurso cuando tenía 18 años.

“Dies irae es un movimiento de un Réquiem, que a su vez está basado en ‘La noche boca arriba’, el cuento de Julio Cortázar. No quise escribir un réquiem normal, sino una especie de viaje a través de todas las religiones del mundo”, explica. “Ojalá algún día se pueda tocar completa, porque dura una hora y media. Es para orquesta, coro, solista y electrónica”.

Sentado ahora en un patio de comidas del centro de Santiago, Salvo tiene el mismo aspecto que en las selfies que pueblan su perfil en Instagram: el de un postadolescente común y corriente, ex alumno del Liceo Nacional de Maipú, residente todavía de esa comuna. Acaba de hacer trámites en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, que dejará luego de cinco años estudiando Composición, para estudiar Sicología en una universidad privada. Pero no dejará de componer: “Después de los ensayos con la Sinfónica, algunos se me acercaron para que les escribiera obras”, cuenta.

Caminando por el centro, se mueve con el ritmo entre apagado e indiferente de muchos veinteañeros. Cuando habla de música, en cambio, se atropella con las palabras. Se come sílabas, salta de idea en idea, habla con pasmoso orgullo sobre sus obras, lanza juicios tajantes. Dice que Leyendas de los bosques ya no le gusta y la haría de nuevo. Dice que en los concursos se suele privilegiar la música más extraña y que a él le gusta la melodramática y grandiosa. Dice que tuvo problemas con sus profesores y que mientras sus compañeros hacían tres pequeñas obras de cámara, él llegaba con conciertos para solista, obras para orquesta, papeles y papeles con pentagramas. Dice que sus favoritos son Gustav Mahler, Anton Bruckner, Richard Strauss, Hector Berlioz. “Cuando era chico escuchaba la Sinfonía fantástica y alucinaba. No cachaba de qué se trataba, pero me encantaba. ¿Y uno contemporáneo? Jörg Widmann, es sequísimo”.

Por eso, no es casual que Dies irae terminara de manera apoteósica, con cerca de 80 músicos de la Sinfónica tocando a toda máquina. No es tampoco la única orquesta que ha tocado sus composiciones: la Sinfónica de la Universidad de La Serena lo hizo cuando fue finalista del Concurso Luis Advis en 2016 y el Solístico de Santiago también lo interpretó el mismo año.

Ahora quedó más satisfecho que la primera vez con la Sinfónica: “Siempre tuve la idea de este medio romanticismo del siglo XXI, agregando cosas de atonalidad o ruido y con esa mirada hacia el pasado. Sentía que para los concursos hacía música rara, que no me representaba. Decía: qué lata, algún día me gustaría que alguien tocara una obra que fuera sinceramente lo que hago a diario”.

Y luego explica qué es eso que hace a diario: “No es que pretenda escribir música de películas, pero me baso mucho en eso y en recrear la vida real. Por ejemplo: estamos acá conversando y escuchando la música que está en el ambiente, pero también escuchamos ruido de platos, gente conversando, pasa otra persona escuchando música. Trato de buscar eso. Son cosas que hace Mahler, el compositor que más me gusta. De repente está muy serio con una marcha fúnebre, aparece un grupo de judíos tocando música folclórica y luego vuelve a la marcha fúnebre”.

Lo de “a diario” no es una simple frase. Salvo dice que compone todos los días y que desde 2015 ya tiene más de un centenar de obras “oficiales”. Algunas se pueden escuchar en sus cuentas de Soundcloud y Youtube, donde su foto de perfil es el Señor Burns, un personaje con el que quizás comparta la afición por las frases afiladas. “Esforzarse para componer es un gran error. Si me vieras componer, me verías sentado con la tele prendida, escuchando cualquier tontera, puedo poner cumbia villera, mi gata se mete entremedio, me llaman para otra parte… Estoy conversando, en Facebook, viendo videos, pierdo el tiempo y compongo a la vez. Puedo estar viendo un partido de fútbol y compongo”.

¿Y luego revisas las obras?

No, compongo y sé que está bien al tiro, porque lo tengo en la mente.

¿Compones mucho entonces?

Es que es la práctica desde chico. En mi pieza siempre había más hojas escritas que otra cosa. Esa obra que tocó la Sinfónica la escribí como en dos semanas, el Réquiem fue el trabajo del primer semestre del ramo de Composición; una obra de hora y media y 300 páginas.

¿Cómo lo haces?

Lo atribuyo a dos cosas. Primero, siento que tengo el talento. Siempre me lo dicen, no he estudiado mucho y me sale fácilmente. Segundo, por la práctica de escribir desde los cinco años, escribir, escribir y escribir. Uno va soltando la mano. Puedo estar caminando, en la micro, conversando acá y ya estoy pensando en qué componer, entonces cuando llego a la casa es como transcribir. Un profesor me decía que era como Mozart, que nunca se equivocaba en las partituras porque transcribía lo que estaba en la mente. Yo no tengo oído absoluto, pero es la práctica. Me siento en el computador, escribo y sale todo.

Es una cosa cotidiana.

Sí, para mí es una parte más de la vida.

¿Y vas a conciertos?

Eeh… no siempre. No soy mucho de ir a conciertos, soy más de verlos en internet. No podría decir que no me llama la atención, pero lo hago por un motivo muy especial: me gusta sorprenderme con la música, no quiero aburrirme. Cuando tocan Mahler, voy.

¿Qué significa entonces que la Sinfónica toque una obra tuya?

Me alegra un montón. También me siento feliz por haber ganado el concurso de nuevo, creo que poca gente lo ha ganado dos veces. Mi objetivo es llegar a la Filarmónica, a Europa, pero además me siento contento por la buena recepción que tuvo. Escribo pensando en que a ellos les va a gustar, entonces es una buena experiencia: ellos reciben buena música, yo aprendo de ellos.

¿Qué proyección puede tener un compositor chileno? En las temporadas cuesta encontrar música chilena y contemporánea, en general.

Pero esto tiene que ver con un compromiso. Hasta el momento en que no me pidan una obra y la programen naturalmente porque creen que es buena, sigue siendo una falencia. Piensa que en el mismo Municipal (de Santiago), la única obra chilena que van a tocar es la ópera de Miguel Farías (El Cristo de Elqui), el resto es un concurso de composición, entonces muchas veces puede ser una obra de cinco minutos que pasa piola entre Mendelssohn y Tchaikovsky.

Yo tengo una opinión bien personal en esto y es que el nivel de composición no es suficientemente bueno, no hay obras que impacten realmente a la gente. No es porque nos ignoran o no importa porque necesitan vender, es que la música contemporánea es muy extraña y cuesta que el público enganche. Por más que digan que hay que ir sin prejuicio, la gente se aburre.

También tiene que ver con la formación musical, porque cuando se programa música chilena, usualmente son los compositores antiguos, como Enrique Soro o Pedro Humberto Allende.

De hecho, ya cuesta escuchar a esos compositores.

Sí, pero porque simplemente no generan atractivo. Yo nunca me esperé salir dos veces al escenario a recibir aplausos. Habitualmente uno sale, le da la mano al director y al violinista y sale arrancando porque se acaban los aplausos, pero aquí me sorprendió. Entonces uno tiene que componer pensando en el público. Yo compongo lo que me gustaría escuchar. ¿De qué sirve estrenar una obra si no va nadie?

¿Con quién estabas cuando la Sinfónica tocó tu obra?

Con mi familia.

¿Qué te dijeron?

Mi mamá siempre ha sido la que más ha creído en mí. Tenía cinco años y ya sabía que iba a ser un gran compositor, entonces se emociona, pero nunca como si fuese lo máximo. Siempre piensa que estoy para cosas mejores, como “voy a llorar cuando estés en la Filarmónica de París, ahí es la verdad”. En mi familia nadie es músico de tradición, pero ella sí tenía un gusto por las artes. En mi casa se escuchaba de todo, había algunos cassettes de música clásica. Ella encontró bacán que me interesara, me veía componiendo desde chico y nunca me tiró para abajo. Lo contrario, siempre me incentivó para que me lo tomara en serio.

Yo podría decir que mi verdadera gran profesora ha sido mi mamá, porque muchas cosas las he aprendido por mi cuenta. En clases pasaba de un profesor a otro, siempre tenía problemas, eran mala onda conmigo. Ganaba cosas y no me pescaban o me tiraban para abajo. La primera vez que gané el concurso de la Sinfónica, el comentario de mi profesor fue “ay, pero si es la Sinfónica, no es para tanto”. “A Salvo quién lo conoce”, esa fue la frase que todos recuerdan.

¿Aprendiste algún instrumento?

No, mi instrumento es la composición.

¿No tocas nada?

Toqué violín cuando chico, pero me gustaba más desarrollarme en la composición. Tengo más de cien obras escritas, ocupo el tiempo en eso.

Dejaste la carrera de Composición, ¿no te importa tener un título?

Es que siento que la música que uno escribe es como el título. Yo sigo diciendo que estoy estudiando composición, probablemente vuelva con la Sinfónica y me van a salir más cosas, entonces podría ni haber pasado por la universidad y me iría bien igual. Según mis aspiraciones, mi música habla por mí.

Mucha gente se va a Europa o EE.UU. ¿No te interesa?

Primero me gustaría partir acá. Obviamente, el mundo de la música es allá y no acá, pero me gustaría ir de a poco. Que me conozcan, ser un aporte en la música chilena y en algún momento ir para allá. Un sano camino desde Chile al extranjero.

Me has dicho más de una vez que compones desde los cinco años. ¿Por qué lo tienes tan claro?

Porque la historia fue muy mística. Estaba en kinder y curiosamente en el colegio no ponían un timbre para salir a recreo, ponían música clásica. Era un colegio común y corriente de Maipú, básico, pero tenía esa cosa como para hacerlo un poquito más culto. Una vez le pregunté a mi mamá qué era eso, me dijo que era música clásica y me mostró en la casa. Quedé impactadísimo. No sé qué me pasó, preguntaba cómo podía hacer eso que escuchaba, como que tenía la necesidad. Nadie sabe cómo cresta yo tomaba un papel y hacía rayas y pelotitas.

Me cuesta creerlo. ¿A los cinco años?

Probablemente alguna vez lo tuve que ver en alguna parte. Quizás hacía seis líneas y no cinco en el pentagrama, pero tenía una noción de cómo se podía escribir la música. Después buscaba en internet, le pedía a mis tíos que me imprimieran partituras, desde el primer momento quise hacerlo. De hecho, cuando chico hacía mis propias percusiones con cosas que encontraba en la casa, por eso la obra que tocó la Sinfónica tiene tanta percusión. Me encantaba.

¿Pero cómo lo hacías, de dónde sacabas información?

Escuchaba música, revisaba partituras, copiaba cosas. Mi familia trabajaba vendiendo CD, entonces muchas veces me regalaban. Pasaba todo el día escuchando música, viendo partituras, las imprimía, veía documentales. A los seis o siete años ya era súper común tener internet y mi formación musical fue internet.

¿Cómo es ser un compositor tan joven? ¿Te sientes de esa forma?

Por las cosas que he ganado, sí. Habitualmente se llama “compositor joven” a personas de 30 ó 40 años. De 30 para atrás no existen. Si a los 18 fui el compositor más joven en ganar el concurso de la Sinfónica y después me repito el plato a los 22 con otra obra, me siento un compositor demasiado joven.

¿Y qué piensas cuando te das cuenta de eso?

Siento que me deberían pescar más, que tengo mucha música. Probablemente, cuando me toquen un montón de música a los 30 años, voy a estar presentando obras que escribí cuando cabro chico.

Tienes muchas seguridad sobre tu música.

Cuando tenía 14 o 15 años no me gustaba mostrar mi música, pero empecé a mostrarle mi música a compositores extranjeros, por Facebook, y me decían que era bueno. Después, cuando gané el concurso de la Sinfónica, dije “soy un compositor de verdad”. Cuando tenga 25, voy a llevar 20 años de mi vida componiendo. Esa seguridad, más que de arrogancia, es honestidad: sé que tengo la experiencia porque tengo la práctica y porque me he dedicado toda la vida a estudiar la música.

También es porque cuando presento mi música siempre recibo comentarios positivos. Me acuerdo de una cosa muy tierna: la primera vez que gané el concurso de la Sinfónica, se me acercó una pareja de abuelitos y me dieron las gracias por devolverles el interés por la música chilena. Y no era la gran obra. Cuando me tocan, la gente aplaude mucho y eso me hace sentir que lo hago bien. Me llegan buenos comentarios del público y de los intérpretes.

¿Y te llegan malos comentarios?

De mis compañeros compositores, sí – dice Ignacio Salvo. Y estalla en carcajadas.





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