Se celebra el Día de la Cocina Chilena y en nuestro territorio diferentes colectivos rescatan la memoria del sabor que guardan nuestros genes. Un paladar ya lo suficientemente habituado a la Big Burger y al “Combo” pero que aun no olvida el Charquicán de cochayuyo ni la Cazuela de pava. Un día que hoy se hace especial pero antes era un “todos los días”, el almuerzo y la comida de cada jornada y que en tiempos globalizados adquiere carácter patrimonial. Desde un Ministerio de las Culturas es rescatado como una especie de “peligro de extinción”, despertando la conciencia de una ciudadanía adicta a la comida rápida, que es finalmente, aquella que su sistema de vida y bolsillo pueden aspirar.
La preparación de una alimento requiere de ingredientes y tiempos específicos, una ecuación cuyos elementos son escasos hoy. El supermercado se convirtió en menos de cuatro décadas en el proveedor oficial de nuestras despensas y desaparecieron los ingredientes con los que habíamos crecido. Imposible no recordar con nostalgia los higos del jardín vecino cuyos frutos, reventando en dulzor, quedaban al alcance de nuestros breves brazos; el nogal medio apestado cuyas semillas eran parte de los juegos infantiles, como el alimento de muñecas o municiones a la hora del combate; el damasco generoso cuyas ramas había que reforzar para que no se desganchara con el excesivo peso de la fruta o la recolección de moras para la mermelada que mancharía luego los cuadernos colegiales, si es que la marraqueta no había quedado bien envuelta en el bolsón. La añoranza por esos alimentos que por habituales y hasta excesivos no les dábamos importancia y que hoy, en la ciudad, por escasos, somos capaces de pagar cifras que escandalizan a cualquier sueldo mínimo.
Los sabores son un viaje: a la infancia, a los afectos a un tiempo ya pasado que nos evoca cierta emotividad y cuya amalgama histórica y racional terminan siendo una parte constitutiva de nosotros mismos, de nuestra propia historia.
Pienso entonces en los niños que viven en Chile hoy y cuáles son esos sabores que están alimentando y armando a esa memoria futura que los hará recordar con añoranza los tiempos presentes: el delicioso jugo de granada del carrito de la señora haitiana; las arepas del venezolano bueno para la talla; el arrollado primavera a la salida de la estación del Metro o los mangos frescos y jugosos del carrito de esa peruana de ojos hermosos. No tienen el contacto con el árbol o la planta desde donde surgen esos alimentos, pero la memoria de nuestros niños se está poblando de una diversidad de personas con acentos, aromas y colores múltiples, de formas emotivas diferentes a las nuestras. Una diversidad que los adultos chilenos no experimentamos de niños y que, por lo mismo, muchos se resisten a aceptar como “natural”, como parte de un continuo histórico que se institucionaliza como el único. Pero lo cierto es que nuestra memoria del sabor es cambiante, al punto que muchos piensan que los llamados “niñitos envueltos” – arroz con carne envuelto en acelga-, es un plato chileno cuando fue consecuencia inmediata de la llegada de los primeros sirios y palestinos a suelo chileno, a comienzos del siglo XX. En la misma línea, se hace inoficioso buscar el origen de la empanada, cuando las compartimos con los argentinos o del ceviche, con los peruanos, aunque en cada caso, con un toque particular que los hace propios y particulares de cada cultura.
Pienso en la hermosa frase que dice que “la solidaridad es el abrazo de los pueblos” y creo que las comidas típicas hechas a partir de las frutas y productos de nuestras tierras, son la forma más sensual y emotiva de relacionarnos, una forma de besarnos y disfrutarnos hasta lamernos las comisuras de los labios o un remolino de aromas que nos penetran, agitando el espíritu y dejando la semilla que nos evocará para siempre la experiencia de un sabor que nos alimentó también el alma.