La terrible comodidad

  • 27-05-2018

Hace unos años, en una época no demasiado remota como para no recordarla, tanto las grandes hazañas como los quehaceres ordinarios, exigían cierta decisión, un esfuerzo proporcional a la acción, por más chiquita que esta fuera. La mayoría de los trámites eran presenciales. Los disgustos también. Encuentros y desencuentros. El hecho de enojarse –o de amigarse– suponía cierta proximidad. Por otra parte, las distancias podían ser tremendas. Se las solía medir en kilómetros y quizás había que llamarse Kafka para considerar que alguien pudiera vivir como un extraño, o un mutante, en el seno de su propia familia. De una u otra forma, lo simple y lo complicado implicaba poner el cuerpo. Y es probable que, en ese sinfín de actividades presenciales, se desperdiciara valiosas energías que hubieran podido servir para otras cosas.

Hoy no. Hoy muchas cosas pueden ser resueltas –y muchos problemas provocados– sin moverse de la silla, apretando un botón.

En otro ámbito, hace unos años, era común inculcar a los niños: “no hables con desconocidos”. Existía la idea de que ciertas preguntas, formuladas por determinadas personas, en algunos lugares, podían ser indebidas. A menos de estar en un consultorio médico o respondiendo ante una autoridad calificada, no se le daba a cualquiera datos personales. En paralelo, en situaciones siempre trágicas, y no en una sola época sino durante siglos, se recabó información sobre actividades, formas de pensar y grupos de amigos, mediante la tortura. También se formaron profesionales del seguimiento llamados espías.

Hoy no. Aunque estas prácticas distan mucho de ser erradicadas, hoy coexisten con la entrega voluntaria de datos. Entrega sistemática, masiva y constante. Prácticamente minuto a minuto, a través de objetos diversos (tarjetas bancarias, pases de transporte, televisores, telefonía, computadoras) y a través de plataformas también diversas (un amplio espectro de redes sociales y de portales internet) se informa a conocidos y desconocidos de las actividades que seguimos realizando.

Hace unos años, los suficientemente pocos como para seguir marcados por ellos, era frecuente abordar cualquier tema como tema político. Analistas políticos eran todos o casi todos, no solamente los patentados como tales. Se sabía o se creía saber que las cosas –¿al igual que las personas?– pueden no ser “ni buenas ni malas”, pero que rara vez son neutras. Nada o casi nada se daba por sentado. Todo o casi todo podía ser cuestionado. (Habría que hilar más fino pero ahora el punto es otro). “¿Qué hice yo para que mis enemigos me aplaudan?” podía ser una buena pregunta para guiar la conducta de un joven en esos años… O más generalmente: “¿Quiénes se benefician con mis acciones?” Se afirmaba con fuerza la voluntad de no ser funcional al sistema que se estaba combatiendo, cuando se combatía.

Hoy no. Y acá los problemas son dos. Por un lado, muchos temas, situaciones parecen ajenos a la cosa política y a menudo son abordados como ineluctables, algo con lo que hay que convivir. Por otro lado, y este es el punto, hoy todos somos parte de un sistema –económico, político, social– que, nos guste o no, nos tiene trabajando a su servicio.

Hoy, uno puede ser de tal o cual partido, sentirse más o menos de derecha, más o menos de izquierda, de centro o sin partido, las etiquetas abundan, la costumbre de etiquetar también, poco importa la manera que unos y otros tenemos de definirnos, de presentarnos, a pesar de nuestras evidentes diferencias, ciertos hábitos nos son comunes. Entre ellos, los que dicen relación con la sociedad de consumo y nuestra calidad de clientes y usuarios.

Si nos concentramos en las nuevas tecnologías, cabe volver a plantear esta pregunta que otros ya formularon: ¿por qué las personas (tantas personas y sabiendo que hay excepciones) aceptamos sin mayores resquemores, ser rastreados y sometidos a control permanente? Sin duda no por ignorancia. Más allá de los escándalos recientes, sabemos que las informaciones que brindamos día a día pueden ser usadas para múltiples fines. Podemos no saber en detalle para qué. Pero, también, tenemos la seguridad de que esos fines sirven los intereses de sectores de la sociedad que decimos combatir (quienes nos sentimos más de izquierda que de derecha o, digamos, para no recurrir a palabras en desuso, quienes nos sentimos en total disconformidad con lo que la sociedad de mercado instala como bien, como norma, como lógica, como sentido común, como forma de relación entre seres humanos tratados como clientes). De tal manera, que pronto tendremos que reclamar en términos de derechos del consumidor por los “déficits” de esta democracia en que vivimos porque, definitivamente, no es la que compramos.

Repito: ¿por qué las personas aceptamos sin mayores resquemores, ser rastreados y sometidos a control permanente? Hay más de una respuesta. Una de ellas debe ser porque los beneficios que podemos retirar son mayores que los disgustos, daños y perjuicios eventuales. Una ecuación de ese tipo, muchas veces realizada a escala individual: “No me importa tanto ser rastreado, porque eso no va a tener ningún impacto en mi vida personal, ya que no soy un delincuente notorio buscado por todas las policías del mundo y, en cambio, me es útil pagar mis cuentas por internet y relacionarme de la misma forma con mi familia que está lejos”. A este tema de la comodidad se suma el tema de los gustos personales, el tema de la entretención. En este caso, un tipo de razonamiento podría ser: “Me importa un comino ser rastreado y en cambio me encanta pasar horas en internet, escuchando la música que me gusta o las conferencias que me gustan o escribiendo columnas para un diario que me gusta, etc.”.

Hay otro tipo de respuesta: porque no tenemos elección. Porque cada vez más, de manera insidiosa pero siempre presentada como neutra, una serie de trámites que debemos realizar (no hacerlo sería ponerse en situación literalmente marginal) EXIGEN que tengamos tal o cual aparatito, devenido indispensable, más allá de gustos personales y, desde luego, más allá de opciones generales de vida.

Tengo tendencia a pensar que uno siempre tiene la posibilidad de elegir, incluso cuando todo indica que no se puede elegir, pero “pongamos”. Pongamos que en este caso, no hubiera ninguna posibilidad de elegir (comprar y usar el sinfín de los aparatitos pequeños –celular– o no tan pequeños –plasma– con el que nos hemos asegurado vivir en medio de las más increíbles radiaciones). ¿No es un problema no tener elección? Incluso en este ámbito que, por algún motivo que no logro entender, suele ser visto como “personal”. Y la mayorías de las discusiones, cuando las hay, sobre estos temas se desvían, con facilidad, sobre el buen uso o el mal uso de las máquinas. Y no sobre el hecho de que un pilar fundamental de la sociedad de mercado (cf. invasión de los aparatos) no es visto, masivamente, como problema, ni menos como problema político.

Sea porque no podemos restarnos, sea porque no sabemos hacerlo de manera significativa, sea por convicción, por adhesión, sea por inconciencia, por pereza, sea por comodidad: este sistema nos tiene trabajando a su servicio. A todos. A los convencidos y a los supuestos opositores. Ignoro si hubo otro momento en la historia comparable*. Lejos de mí, la idea de que “todo tiempo pasado fue mejor”, más bien pienso que todo siempre puede ser peor. Pero es un hecho: hasta las más sangrientas dictaduras se combatieron y quienes lo hacían intentaban no ser parte de la maquinaria que los oprimía. Ahora no. La dictadura en la que vivimos no es percibida como tal. De hecho, la llamamos democracia. Y la mayoría de las veces, cuando repetimos en estos nuevos escenarios, viejas consignas como aquellas relacionadas con “los derechos de los trabajadores”, solo podemos hacerlo siguiendo las reglas del adversario, es decir planteándolas como mayor acceso a la sociedad de consumo. De tal manera, que la hilera de reclamos que estalla sin cesar (tal día se sale a la calle por tal causa, tal día por tal otra, todas bien sectorizadas, no vaya a ser cosa que nos unamos), nunca apunta a esta realidad: somos parte.

Somos parte, hacemos funcionar el sistema que nos oprime, y que encuentra su fuerza en nuestra participación, al margen de la bandera que levantamos cuando exhibimos nuestras rebeldías.

En Los tiempos modernos, de Chaplin, cuando el obrero cae dentro de la máquina, no se funde con ella, se vuelve loco. Nosotros somos los engranajes de esa máquina y decimos que estamos cuerdos. Incluso, cómodos.

* Cf. Relacionado con estos temas se puede leer o releer: “¿Para qué sirve el progreso?” de Roberto Arlt. Sobre la servidumbre voluntaria, de Etienne de la Boétie. Rebelión en la Granja, de Orwell.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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