En el país que fue cuna de las revoluciones en América Latina y en donde luego la revolución se institucionalizó, la izquierda ha llegado al poder con Andrés Manuel López Obrador. Mucho lo intentó y muchas veces las distintas expresiones de la izquierda buscaron los caminos para unirse y volverse mayoritaria, pero chocó con la hasta hace poco invencible máquina del PRI, los errores propios, las crisis de corrupción e incluso el fraude electoral de sus adversarios.
Así, aunque en la historia de ese país ha habido honrosos gobernantes progresistas, es primera vez que la izquierda como tal llega al poder desde la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Era la tercera ocasión en que López Obrador lo intentaba: las dos anteriores por estrecho margen y acusaciones de fraude, mientras que ahora lo consiguió con un consistente 53 por ciento de los votos, el porcentaje más alto en una elección presidencial mexicana.
Además, las mexicanas y mexicanos debían elegir gobernadores, alcaldes, senadores y diputados locales y federales. Morena, el movimiento de López Obrador, pasó de la nada a la conquista de espacios importantes. Por ejemplo, a pesar de que hoy no mandan en ningún estado, ganaron en cinco de las nueve gobernaciones en disputa, entre ellas Morelos, donde triunfó el brillante exfutbolista Cuauhtémoc Blanco con un 55 por ciento de la votación. Y Claudia Sheinbaum, partidaria de López Obrador, se convirtió en la primera mujer electa a la alcaldía de la Ciudad de México.
La candidatura victoriosa enarboló un eslogan que se he hizo cargo de los dramáticos momentos que vive el país: “No les voy a fallar”. Es que la tarea que espera al nuevo presidente es abrumadora y, más que político partidista, adquiere dimensiones patrióticas. No hay duda: los problemas que están en la raíz del drama de México son la pobreza y la desigualdad, dos enemigas centrales de la izquierda desde siempre. Pero también es cierto que las manifestaciones más acuciantes de todo ello son hoy la corrupción y el narcotráfico, ambas aliadas en la destrucción de las instituciones y culpables últimas del reguero de decenas de miles de cadáveres.
Solo desde el año 2000 a la fecha (los últimos tres gobiernos) han muerto más de 200 mil personas asesinadas. Éste es el por lejos el gran drama de nuestro continente, mucho más que Venezuela u otra coyuntura subrayada por ciertas agendas mediáticas. No hubo escándalo en la OEA por los 145 políticos asesinados desde septiembre, solo con motivo de la contienda electoral. Frente a esta espantosa cotidianeidad, naturalmente, el atemorizado pueblo mexicano culpa a las instituciones mexicanas de su desprotección, especialmente luego de las incumplidas promesas de Felipe Calderón y del gobierno pusilánime de Enrique Peña Nieto.
Por si fuera poco, la contingencia internacional también es extraordinaria. Si para el mundo tener como presidente del Imperio a Donald Trump es una circunstancia peculiar, para México tenerlo de vecino pesa exponencialmente.
Las políticas antinmigración del magnate y su aberrante idea de construir un muro no tuvieron una respuesta de envergadura, al menos simbólica, por parte de Peña Nieto. Ese vacío fue en parte llenado por López Obrador, quien inició una gira en solidaridad con los migrantes y se erigió en un contradictor de las políticas de Estados Unidos.
En estas circunstancias, el nuevo presidente tendrá la oportunidad de convertirse en una referencia regional e incluso mundial de dignidad, pero también enfrentará la amenaza de no tensionar demasiado las cosas respecto de un país con el que México tiene altas tasas de dependencia.
En relación a lo anterior, no es de menor importancia la encrucijada que tiene México respecto a los tratados de libre comercio. En la actualidad ese país negocia con dificultades las actualizaciones del Tratado de Libre Comercio de las Américas y con la Unión Europea.
En ambos casos hay evidencia de importantes perjuicios para sectores productivos locales y una cerrazón de las autoridades para llevar la discusión hasta el fondo y con estudios encima de la mesa. Si López Obrador es de izquierda no debería esquivar dos preguntas: ¿apoyará el vehículo por excelencia de consolidación del capitalismo en fase neoliberal a nivel mundial? Y ¿Corresponde a su matriz doctrinaria la entrega de cuotas importantes de soberanía política para dar más garantías (privilegios) a los inversionistas trasnacionales?
Veremos si López Obrador tiene la voluntad y la habilidad para develar el trasfondo del problema. En sus discursos Trump ha concentrado absurdamente en los inmigrantes de México en Estados Unidos algunos de los más graves males de la sociedad estadounidense: la falta de empleo para los obreros blancos (que es consecuencia de la globalización que contrata mano de obra barata en países pobres), la violencia y la falta de recursos en el erario público. Todo ello, sin molestarse demasiado en presentar pruebas. Mirado en perspectiva, se trata de una acción cruel e injusta, pues el país de la región que ha seguido hasta ahora con más entusiasmo los designios de Estados Unidos, a través del FMI y el Banco Mundial, ha sido precisamente México, luego de firmar hace dos décadas el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte). Desde entonces, ese país ha buscado el típico objetivo de la economía hegemónica -el crecimiento sostenido- sin conseguirlo y sin reducir la pobreza. Si se considera que varios economistas consideran a ésta como una de las causas de la migración de mexicanos a Estados Unidos, es fácil reparar en los grados de posverdad que hay en la construcción actual sobre la relación entre ambos países.
Todas estas tareas parecen demasiadas para una persona común. Incluso para un presidente común. Pero López Obrador alzó la noche de la victoria el puño en alto y repitió “No les voy a fallar”. Son momentos de esperanza para México y América Latina.