Zonas de sacrificio, una inmoralidad

  • 25-08-2018

En el país de los eufemismos, se ha llamado “zonas de sacrificio” a una aberración creada por nuestra sociedad, compuesta por una o varias plantas contaminantes que tienen poco o ningún control ambiental, en zonas donde siempre, sin excepción, vive gente pobre y que, salvo casos demasiado aberrantes como el de las últimas horas en Quintero y Puchuncaví, nunca llama la atención de los medios de comunicación ni de las autoridades, con algunas honrosas excepciones.

Este artefacto institucional criminal no es, sin embargo, según la jerga oficial, un absurdo. Es el precio que hemos tenido que pagar para tener más desarrollo. Pero claro, tal como los bienes, los males también están mal distribuidos en la sociedad y estas plantas, tal como las cárceles y los rellenos sanitarios, jamás se ubicarán cerca de los barrios acomodados.

¿Cuánto han mejorado las condiciones materiales de los vecinos de Quintero, de Puchuncaví, pero también de Mejillones, Huasco, Coronel y otros, con estas instalaciones? ¿Qué incrementos han obtenido, salvo los de cáncer y otras enfermedades?

¿Qué son las zonas de sacrificio? Como lo decíamos en una de las decenas de notas periodísticas que nuestro medio ha dedicado este tema, son lugares donde las personas padecen una verdadera depredación, dejadas por el Estado a los estragos de la acometida industrial, con efectos perjudiciales graves sobre el Medio Ambiente y sobre la salud de las comunidades locales.

Hay, escondido detrás de la palabra desarrollo, un ensañamiento con un sector de la población. Hace algunos días nos referíamos a que la brutal desigualdad en Chile no solo refiere a los ingresos, sino también a una serie de dispositivos que terminan atrapando a los pobres como si fuera un destino, perpetuando su situación. En estos casos, ser pobre implica todo lo que habitualmente implica, pero además la condena de sufrir graves enfermedades, incluyendo a las niñas y niños de la familia.

El presidente Piñera, en estas circunstancias, ha manifestado su preocupación por el tema y su voluntad de proteger la salud de los menores de edad que en estos días se han intoxicado y hasta han terminado en el hospital. Es probable, sin embargo, que salvo un operativo de salud y algunas sanciones a la empresa acusada, ENAP, no se haga mucho más. No sería, en estricto rigor, responsabilidad específica de esta administración, sino la simple continuación de la lógica institucional que primero dio origen y luego continuidad a estas zonas de sacrificio.

Cambiar las lógicas supondría cerrar todas las plantas contaminantes, porque si la salud de la población es lo primero, no habría entonces razones productivas más importantes. Luego, se haría necesario el diseño de planes reguladores con criterios de justicia, porque no puede ser que la desigualdad en Chile sea brutal incluso en este ámbito. Tercero, habría que preguntarse por este modelo en el que por lo general se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas. Y cuarto, aunque quizás pareciera que es pedir demasiado, deberíamos preguntarnos qué entendemos por desarrollo. Si este paisaje apocalíptico de Quintero y Puchuncaví puede considerarse una expresión del desarrollo.

Si recuperásemos las capacidades de asombro y escándalo, lo menos que podríamos exigir es que este problema se resuelva en su raíz. El malestar de las personas es el último eslabón de la cadena que se origina en unas plantas que no pueden, no pueden, seguir funcionando.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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