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Año XVI, 18 de abril de 2024


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La segunda transición y el museo de la democracia

Columna de opinión por Luna Follegati
Miércoles 29 de agosto 2018 7:48 hrs.


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En octubre del 2017, el entonces candidato presidencial Sebastián Piñera presentaba su programa económico, contexto en el cual esgrimía que su gobierno sería “una segunda transición” a través de una profundización del modelo, propiciando así un pujante desarrollo económico durante sus próximos cuatro años de gobierno. Ya en el poder, Piñera insistía en la fórmula: esta vez caracterizando su período en tanto recomposición de los elementos que le dieron forma y contenido a la transición a la democracia durante los noventa. Es decir, apelar a la condición de gobernabilidad mediante un bien superior, de carácter económico, que pudiese responder a las necesidades de la gente. Piñera se planteó en ese contexto como una alternativa en dos sentidos, completar la tarea inacaba de la Nueva Mayoría en relación a la direccionalidad económica del país y, en segundo término, redireccionar el concepto y contenido de lo democrático, desplazando con ello a la tradicional Concertación y configurando un nuevo relato sobre la democracia.

¿Por qué la derecha insiste en la nomenclatura de la ‘Transición’? ¿qué elementos se vinculan a una política que retoma aspectos claves de la política de la transición, aludiendo a un cierto ethos sobre la forma de gobernar? Al parecer, la derecha durante este segundo gobierno no solo ha perdido la direccionalidad en relación a la implementación de los aspectos claves que plantearon en el programa, sino que también se ha travestido de los aspectos cruciales que han caracterizado la política de la transición. En términos conceptuales, la transición a la democracia corresponde a un término comúnmente usado durante los 80’, en un contexto donde países del cono sur se encontraban bajo regímenes autoritarios y que, de la mano de politólogos como Guillermo O’Donnell, ensayaban propuestas teóricas que buscaban nombrar y caracterizar los caminos y escenarios que cimentaran el retorno democrático. En este contexto, las posibilidades y diseño de la Transición a la democracia operaban con una direccionalidad explícita: generar las condiciones necesarias para ‘demostrar’ la solvencia de una democracia sin tutelaje militar y, luego, una vez apaciguado el momento conflictivo, acceder a la democracia real. Las democracias de las transiciones no son ‘democracias’ a secas. Más bien, deben cumplir con ciertas condiciones que le otorguen la condición de estabilidad y gobernabilidad. Ese es el objetivo de los períodos: demostrar la posibilidad de conducción sin ‘caer’ en los vicios de antaño.

En efecto, los gobiernos transicionales se yerguen bajo las cenizas aún candentes del autoritarismo y es el fantasma del retorno autoritario el argumento central que condiciona la acción de transformación más profunda, que la finalmente instada. Como es sabido, desde la sociología o ciencias políticas, las transiciones se refieren a un primer momento, el que sienta las reglas del juego democrático. Una vez establecida, se accede a la segunda etapa, la de democratización o socialización, según la nomenclatura de cada autor.  En el caso de Chile –y quizás de las transiciones en su conjunto– aquella apuesta quedará como una eterna promesa, en tanto correspondería a una posibilidad secundaria toda vez que el consenso y la voluntad política lo permitiese. La promesa queda en suspenso en tanto forma inalcanzable, utópica, cuestión que se ancla en un acuerdo político de los partidos tradicionales en la condición de irreformabilidad del modelo neoliberal.

Que Piñera insista en la segunda Transición apunta, a lo menos, a tres aspectos. Por una parte, efectivamente la profundización neoliberal de los noventa representó los intereses privados y empresariales, demostrando la factibilidad sincrónica entre neoliberalismo y democracia, dejando obsoleta la relación entre democracia y socialismo. La transición, más que una profundización democrática o un camino hacia ella, vendría a configurar las posibilidades de reconstituir los planos de acción de la política, marca pautas establecidas en cuanto a los límites y condiciones de posibilidad de las reformas, pero, por sobre todo, señala un telos desde el cual se direcciona el camino de lo posible. Piñera insiste con ese marco, pues es aquel el que le ha entregado a la derecha la posibilidad de jugar en democracia, la forma legitimada de condicionar y accionar un orden determinado. Como segundo aspecto, la transición de Piñera omite el aspecto democrático, y con ello señala una operacionalidad: establece un nuevo patrón de continuidad en relación a la promesa del desarrollo económico, y es a través de éste que se promueve la supuesta acción democratizadora. Ciertamente, sincera la misma operación que se posibilitó en los 90’, aquella que otorgaba mediante el crecimiento económico la estabilidad y promesa de igualdad. En tercer lugar, la transición de Piñera contiene un efecto político: se apropia de las categorías de la Concertación restituyéndose en un falso centro político y con ello, tratando de disputarles los valores consensuales y la política de los acuerdos. El gobierno intenta reconstruir una forma de hacer política puesta en tela de juicio por los recientes movimientos sociales, tratando de mantener la desvinculación de lo político con lo social a través de una religitimación de un gobierno de pactos y por arriba.

Sin duda la primera alteración al panorama de Piñera provino de una verdadera exigencia de democratización. El movimiento feminista estudiantil alteró los enclaves en los que se intentaba comprender el designo político de la derecha en términos de crecimiento, más empleos y desarrollo económico, antes bien, compuso una propuesta radical sobre las formas en que ocurre el reparto desigual del poder. Nos recordó las demandas del movimiento feminista en dictadura y su condición de exigencia: democracia ahora. Como también el hastío frente a la condición actual de precarización y violencia en el cual vivimos las mujeres. La revestimos de política y de acción.

Sin duda, ese es el temor y la necesidad de configurar nuevamente los ‘límites’ de la democracia. Tanto la segunda transición como el recién propuesto ‘museo de la democracia’ apuntan a una misma respuesta en términos políticos: hacer de la participación social y popular un museo. Un pasado, un recuerdo y una restricción. El valor de la democracia no se enmarca, no se visita ni recuerda. Se construye, se exige y se practica. El mantener la historia viva, el historizar nuestra memoria y señalar la incompletitud de una democracia que ha mermado nuestros derechos sociales es parte de un despertar frente al letargo transicional. El museo de la democracia –en tanto dispositivo político– mantendría constantemente la dicotomía dictadura y democracia, y con ello, la posibilidad eterna de las transiciones: más vale una democracia a medias, que una posible pérdida de ésta por la exigencia de nuestros derechos. Sería la oda a un proceso de participación política centrado en lo eleccionario, en el valor de la política y participación, mas no en la democratización y profundización democrática.

A casi 45 años del 11 de septiembre de 1973 se vuelve más presente y necesario que nunca articular una respuesta frente a la política del olvido e impunidad del gobierno. Éstas se refuerzan con medidas que atentan contra la justicia frente a los crímenes de lesa humanidad, a la par de construir un relato del olvido, del empate y neutralización política del pasado reciente. En esta disputa, el concepto y práctica sobre la democracia se encuentra en el centro del debate, y es desde esta noción a partir de la cual levantamos una y otra vez la exigencia de juicio y castigo a los responsables. El rechazar o atentar contra el cumplimiento de condena de los condenados sólo incrementará una larga sensación y experiencia transicional: que la justicia y la democracia en Chile se aplica en la medida de lo posible. Ya es hora de salir del mandato que ha marcado la historia política por más de veinte años, pero por sobre todo, restringir su constante repetición.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.