Al desierto. Ahí volverá Calatambo Albarracín, fallecido en la tarde del pasado miércoles en la casa de reposo donde vivía hace poco más de dos años, en Peñaflor. Sus restos fueron cremados el viernes y sus cenizas serán llevadas al norte, como si volviera a la antigua oficina salitrera Santa Laura, donde nació hace casi 94 años: el 21 de septiembre de 1924.
“Nací en la sal”, dijo Calatambo Albarracín en una entrevista concedida hace cinco años a Radio Cooperativa. “Cuando llegué a Santiago y vi llover, salí a mojarme. No tenía idea lo que era la lluvia”.
Freddy Albarracín Iribarren tenía un abuelo boliviano y una abuela argentina y también tenía otros diez hermanos. Conoció como testigo directo el mundo de las salitreras, creció escuchando y cantando boleros y corridos mexicanos, pero cuando llegó a Santiago a comienzo de los años 50, lo hizo como un emisario de un territorio semidesconocido.
En la capital se quedó para el resto de su vida, pero lo hizo con otro nombre: en lugar de Freddy (“un nombre gringo por donde lo miren y yo de gringo no tengo nada”), usó la denominación de una zona que todavía se encuentra en los mapas, al interior de Pisagua: Cala, piedra; tambo, posada. Calatambo es “posada de piedra” en aimara, pero en Santiago fue un personaje.
“Era un pampino que hizo el desplazamiento de una cultura que este país no conocía. La construcción de chilenidad todavía no dialogaba con el mundo del Norte Grande. Calatambo hizo un puente entre ese mundo y Santiago y eso fue un hito”, dice el musicólogo Rodrigo Torres.
Antes de la Nueva Canción Chilena, antes del auge de la música andina, antes que recopiladoras como Margot Loyola y Violeta Parra viajaran al norte, fue Calatambo Albarracín el que llegó a la capital: “Fue una aventura que de algún modo sigue una saga que antes hizo alguien como Pablo Garrido, que no era un pampino pero abrió ese camino con su experiencia de ir a las fiestas y hacer una película que tenía que ver con la Fiesta de La Tirana”, matiza el profesor de la Universidad de Chile. “Fue un larguísimo proceso que el país se reconociera culturalmente con ese espacio y él hizo un gesto muy contundente”.
“Fue como un embajador plenipotenciario nuestro”, añade desde Iquique el sociólogo Bernardo Guerrero, que conoció a Calatambo Albarracín en la Festividad de San Lorenzo, que se realiza cada año en Tarapacá.
“Con su conjunto Los Calicheros de Sierra Pampa, que también eran Braulio Mamani y Ciriaco Gómez, recorrieron toda la bohemia santiaguina mostrando los bailes y trajes nuestros, que llamaban mucho la atención. Para el centralismo de esa época, básicamente ellos eran indios que mostraban este tipo de expresiones musicales”, explica el académico de la Universidad Arturo Prat.
En el Bim Bam Bum
Contador de día, cantor de la pampa de noche. Junto a su grupo, Calatambo Albarracín llegó a actuar incluso en el capitalino Teatro Ópera, sede del Bim Bam Bum, y le mostró instrumentos como quenas y zampoñas a los santiaguinos.
El repertorio que dejó, poblado de referencias a su tierra natal, incluye canciones que se han vuelto parte de la tradición, incluso más conocidas que su propio autor: “El cachimbo de Tarapacá”, el “Trote tarapaqueño”, la cueca “Caliche” o piezas como “Ay, Iquique, “Camanchaca”, “Cueca de San Lorenzo” y “Trote del burrito” llevan su firma.
“Margot Loyola también divulgó, pero ella recogió e investigó como folclorista. Calatambo fue un productor y lo grande que hace es ponerle letra a ‘El cachimbo de Tarapacá’, que era solo instrumental. Así, divulga el cachimbo en todo Chile, a tal punto que Rolando Alarcón escribe uno para él, ‘El negro cachimbo’. Porque además, Albarracín es un apellido afrodescendiente”, apunta Bernardo Guerrero.
“No hay duda -escribe Nano Acevedo en su libro Contra el olvido (2010)- que esos cachimbos que originalmente tocaban bandas de bronces de regimientos y sin texto, cobraban singular vida en la voz de este hombre jovial, moreno y entusiasta que golpeaba riendo y bailando su tambor de cuero”.
Su música se puede rastrear entre nombres ilustres de la música chilena. Rolando Alarcón todavía dirigía el Conjunto Cuncumén cuando incluyeron la cueca “Caliche” en su LP El folklore de Chile vol. IX (1962), donde también participan Víctor Jara y Mariela Ferreira, entre otros. La misma pieza se puede encontrar en Chacabuco (1975), el registro clandestino de Ángel Parra junto a los presos del campo de concentración homónimo; y en el primer álbum de Curacas, de 1970. Dos años más tarde, el Cuarteto Chile que dirigía Gastón Soublette incluyó tres piezas informadas por Calatambo Albarracín en su obra Chile en cuatro cuerdas.
Parte de estas historias se pueden conocer hoy en el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional, que en 2015 recibió una donación con partituras, discos, cassettes, correspondencia y otros documentos. “Él sabía que fue el primero que llevó la música del norte a Santiago, sabía que su trabajo tenía valor y gracias a Dios le dieron premios y reconocimientos en vida”, dice Leticia, una de las cinco hijas e hijos que tuvo Calatambo Albarracín en dos matrimonios.
Organista titulada en la Universidad de Chile y discípula de músicos doctos como Miguel Letelier y Carlos Botto, Leticia recuerda desde España -adonde viajó para hacer un curso de perfeccionamiento- cómo empezó a tocar el acordeón con su padre: “Yo podía porque sabía piano, pero él no quería que su hija estuviera ahí, parece que no le gustaba el tipo de gente”, dice soltando una pequeña risa. “Lo que pasó fue que la persona que tenía que tocar no pudo, entonces me llamó para el ensayo general de una ‘Navidad en el desierto’, algo que hacía siempre, y me la fue cantando un poquito en el ensayo general. Eso debe haber sido como el año 74 y después seguí, estuve en muchas cosas. Siempre que escuchas el acordeón, soy yo”.
Según ella, cuando Calatambo Albarracín comenzó a tocar en Santiago, incluso los nortinos le reprochaban que hiciera la música de la pampa o de fiestas como La Tirana: “Se sentían avergonzados y mi papi tuvo problemas en ese tiempo, cuando cantaba con mi mamá (Leticia Reyes) y usaban unos sombreros con plumas largas”.
Es que lo que hacía en aquella época era como una declaración, como si dijera: “Acá estamos los nortinos, estos son nuestros ritmos”, concluye Bernardo Guerrero. “Este es un país al que le cuesta mucho entender el Norte Grande y en una canción dice: soy del norte de Chile, caliche de mi corazón. Es una señal de identidad y es decir que este no es un país homogéneo, no es una cultura uniforme. Ese es un tema siempre vigente”.