Llegan las fiestas patrias y el ánimo del pueblo chileno, por lo general apagado y circunspecto, cambia drásticamente. Se da rienda suelta al baile, la comida y la bebida durante varios días, quedando en el olvido las deudas y las preocupaciones.
A los extranjeros que viven en nuestro país, que por lo general provienen de culturas más alegres, les llama profundamente la atención: nuestra fomedad promedio se transforma en desbande de pronto. Para nuestra exculpación, y es hasta bonito saberlo, todas las sociedades del mundo, desde los tiempos en que la especie humana pasó a vivir en grupos grandes y dio lugar a las primeras sociedades, han tenido bacanales donde se suspenden los roles y las estructuras sociales para dar lugar a la dispensa en el placer y la juerga. Esto, que nos hermana con seres humanos que vivieron hace miles de años atrás, queda muy bien retratado en la canción Fiesta, de Joan Manuel Serrat, donde dice, como nos empieza a pasar ahora en Chile que “por una noche se olvidó que cada uno es cada cual”.
Lo que nos diferencia es que somos el único país de América Latina que no celebra el Carnaval en el mes de febrero. El responsable de este hecho que aún nos determina es Casimiro Francisco Marcó del Pont, una de las últimas autoridades de la Colonia, quien en 1816 determinó que en un bando que “teniendo acreditada por la experiencia, las fatales y frecuentes desgracias que resultan de los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta Capital en los días de Carnestolendas (carnaval) principalmente por las gentes que se apandillan a sostener entre sí los risibles juegos y vulgaridades de arrojarse agua unas a otras; y debiendo tomar la más seria y eficaz providencia que estirpe de raíz tan fea, perniciosa y ridícula costumbre; POR TANTO ORDENO Y MANDO que ninguna persona estante, habitante o transeúnte de cualquier calidad, clase o condición que sea, pueda jugar los recordados juegos u otros, como máscaras, disfraces, corredurías a caballo, juntas o bailes, que provoquen reunión de jentes o causen bullicio…”.
¿No es lo mismo que empieza a ocurrir en Chile en estas fechas? Es curioso y fantástico que la memoria colectiva no pueda ser aplastada, de alguna manera encuentre su cauce y que aquello que nos prohibieron en febrero, resurja en septiembre en las Fiestas Patrias. Porque, seamos honestos: por mucho que sepamos de la importancia de la constitución de la Primera Junta de Gobierno en 1810 ¿qué tiene que ver eso con la alegría que nos desbanda? Además de las personas que tienen un vínculo con las instituciones castrense ¿Para quién la abundancia de terremotos, réplicas, asados y empanadas guarda relación con las glorias del Ejército?
De esta manera, en Chile se entremezclan la bacanal y los símbolos patrios. Pero estos últimos son una síntesis que proviene de la tradición y que no necesariamente representan la diversidad de un estado nación que tiene 4.300 kilómetros de largo, casi todos los climas y paisajes, lejanos territorios insulares y una creciente ola migratoria. Debemos verlo: Chile es, esencialmente, diversidad. Nuestros pueblos originarios del Norte tienen mucho más en común con Perú y Bolivia que con la cueca de la zona central. Las comunidades del extremo sur, además de la fuerte presencia croata, ostentan una identidad gaucha que se hermana más con la Patagonia argentina que con las empanadas de pino. Y los rapa nui, que mientras más son obligados a sentirse chilenos más rechazan la idea, son polinésicos cuyos verdaderos hermanos son los maorís de Nueva Zelandia o los habitantes de Hawaii.
Del mismo modo, los cebiches peruanos, las arepas venezolanas y otras manifestaciones de la cultura de las comunidades residentes empiezan lentamente a convertirse en parte de nuestra identidad nacional. Ahí radica nuestra gracia y nuestra fortaleza. Salud por la fiesta y también salud por la diversidad.