Nunca había estado en Chile. Soy argentina y lo único que sabía es que siempre ha habido una suerte de rivalidad entre países. Desde los 19 años que participo en distintos voluntariados y, hace casi ya un año, decidí dejar mi trabajo en un jardín infantil —en mi país la crisis ya había comenzado — y postular a un voluntariado en América Solidaria. No escogí venir a Chile; me tocó. Me dijeron que acá era donde más podía aportar. Cuando llegué entré a un programa de voluntariado que me permitió —y sigue permitiendo— poner a disposición de los niños y niñas mi tiempo y mis conocimientos. Siempre he trabajado con ellos; lo escogí sin siquiera darme cuenta. Y hoy soy educadora de párvulos voluntaria en una de las residencias de Fundación San José para la adopción, lo que me ha permitido conocer una parte desconocida de este país que me sorprende a diario.
Llegué con mucho miedo. Cuando me dijeron que me había tocado Chile pensé que no duraría mucho, que me iban a correr. Empecé a revisar las noticias y vi lo que pasaba en el Sename. Me llamó mucho la atención la noticia de la nena, de Lissette Villa, que había muerto en uno de sus centros, pero no sabía más que eso. En Santiago trabajo en un centro bueno, muy alejado de lo que uno suele leer en la prensa, donde se preocupan por que los niños se sientan en casa, se entretengan, donde les dan cariño, y donde también he aprendido cómo funciona el sistema.
La realidad de la adopción en Chile, al igual que en otros países de América Latina, es compleja, y el proceso de adopción, lento. Los niños no escogen entrar a los centros. Las razones de su internación pueden ser múltiples: algunos han sufrido violencia intrafamiliar, abusos o fueron entregados por mujeres que sabían que no iban a poder criarlos. En la mayoría de los casos es comprensible que vivan en residencias donde se busca protegerlos, pero cuando llevan años sin ser declarados susceptibles de ser adoptados, sus derechos también comienzan a ser vulnerados. Además, en este tiempo también he notado que curiosamente mientras las familias que adoptan son idealizadas por su “altruismo”, el niño es estigmatizado por su origen y las madres son cuestionadas por haberlos entregados en adopción.
Durante los meses que llevo como voluntaria profesional, he visto las consecuencias que tiene la institucionalización prolongada en los niños: un desarrollo cognitivo más lento y demora en adquirir el lenguaje. Todas las habilidades que son naturales para muchos niños y niñas, en ellos llegan más tarde, ya que adquirirlas requiere de estímulos que, al no estar en una familia, no reciben. A lo anterior se le suma la precariedad de muchos centros. Hoy, incluso, hay hogares que están cerrando, lo que colapsa aún más el sistema dejando a más niños a cargo de cuidadoras mal pagadas y con exceso de horas laborales. Probablemente es ahí donde más palpable se hace la falta de inversión del Estado y que, lamentablemente, repercute directamente en los niños y su desarrollo emocional y psicológico. Así, creo que sería un gran aporte que se destinaran fondos y horas para capacitar a las cuidadoras.
Mi experiencia en la Fundación San José, sin embargo, me ha mostrado también otra realidad: que existen lugares que le dan esperanza a los niños y niñas que están en los centros, estimulándolos y protegiendo su integridad como sujetos de derecho. En el centro en el que trabajo existe mucha preocupación para que los niños lo pasen bien en su estadía. La mayoría de las cuidadoras tienen una gran vocación, aún cuando también se cansan, especialmente porque tratan con menores que poseen una necesidad emocional muy fuerte y eso absorbe mucha energía.
Del tiempo que llevo acá me parece fundamental tomar medidas eficientes, así como mejorar el financiamiento. Tiene que haber un mayor acompañamiento a las instituciones, guía a las familias de origen y, sobre todo, acelerar los procesos de adopción. Además, el rol de las cuidadoras directas, a quienes me ha tocado acompañar durante este año, debe ser potenciado y fortalecido, entendiendo la importancia diaria de su labor.
Sin duda se trata de cambios profundos que requieren tiempo. Pero cuanto más presione la sociedad, más rápido llegarán. De nosotros depende que los niños no sigan esperando.
Yoana Alzogaray
Voluntaria América Solidaria en un centro colaborativo del Sename