En su artículo 19, nuestra Constitución establece el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y que es deber del Estado velar por este derecho. Pero hoy en día, parece que este derecho está garantizado sólo para algunos. Las llamadas “Zonas de Sacrificio” – territorios en extrema degradación por concentración de cargas ambientales – nos muestran que hay en Chile personas que están expuestas a habitar ambientes cuya peligrosidad por contaminación supera toda norma, nacional o internacional. Los estudios de justicia ambiental durante décadas han señalado que son generalmente las personas pobres, vulnerables y pertenecientes a pueblos indígenas quiénes se ven expuestos a esta forma de “violencia lenta”. Chile no es la excepción: es la cara socioambiental de la desigualdad.
Los estudios indican que la exposición a contaminación tiene efectos en el peso al nacer, en la prevalencia de enfermedades como el cáncer u otras afecciones a órganos blandos. También se ha establecido una clara relación entre exposición a altos niveles de plomo y trastornos de aprendizaje y agresividad. Cuando pensamos esto, queda claro que el problema de la desigualdad socioambiental es un problema de vida o muerte, con un fuerte impacto en las biografías de familias completas. Habitar una zona de sacrificio es habitar un territorio en el que se van recortando futuros, se victimiza a la población y se genera una cotidianeidad marcada por la incertidumbre y la sensación de abandono. A esto le llamamos sufrimiento ambiental: un día a día marcado por la contaminación y los esfuerzos – muchas veces infructuosos – que realiza la población para protegerse de ésta y por obtener reparación en un contexto extremadamente conflictivo y sobreintervenido. Son espacios en los que se van degradando todas las fuentes alternativas del ingreso familiar: la pesca, la agricultura, la ganadería, el turismo, estableciendo escenarios en que las personas no tienen más opción que migrar o trabajar en las empresas que degradan el territorio.
En este contexto, el Gobierno anunció un Plan de Descarbonización que impacta en la cotidianeidad tóxica de las zonas de sacrificio, todas ellas con termoeléctricas activas. Este anuncio llega poco después de inaugurar la nueva Central en Mejillones y aprobar la explotación de Carbón en Isla Riesco. En este plan se establece el cierre sólo de 8 de 28 centrales termoeléctricas en una primera fase, la mayor parte de las cuales llevan décadas degradando los territorios, a la vez que garantiza condiciones para el funcionamiento por más de veinte años para las más nuevas. En el caso de Puchuncaví – Ventanas, pese al histórico el fallo de la corte Suprema de hace unos días atrás, los habitantes deberán esperar hasta el 2022 y el 2024 para que se desactiven dos de las cuatro termoeléctricas que han provocado, en conjunto con otras empresas, sucesivas crisis ambientales. El fallo de la Corte Suprema, no sólo obligaba al estado realizar estudios sobre los episodios de contaminación por todos conocidos, sino que otorgaba un plazo máximo de un año para implementar medidas. Pese a esto, el cierre de las termoeléctricas no fue una prioridad.
Esto tiene un impacto importante cuando Chile se va a convertir en el país anfitrión de la COP25. Pese a que nuestras emisiones tienen una importancia marginal (0,25% de las emisiones globales), nuestro país es de los 10 países más vulnerables al cambio climático según el reporte de Índice Global de Riesgo Climático 2017. Por esto, debería ser uno de los más comprometidos en impulsar acciones decididas sobre el tema. Pero no sólo esto. Esto tiene un impacto en la biografía de estas personas y en sus derechos, esos que se supone que el estado debía garantizar y tutelar. Los derechos de esos niños que van a la Escuela todos los días en medio de este contexto tóxico, como los niños de La Greda, involucrados al menos cuatro episodios de intoxicaciones masivas en la última década. Frente a esto sólo cabe preguntar ¿Por qué no descarbonizamos el día a día de estos niños, Presidente Piñera?
La autora pertenece al Centro de Economía y Políticas Sociales (CEAS, Universidad Mayor) – Centro para el Impacto Socioeconómico de las Políticas Ambientales (CESIEP)