En pocos días la situación en Chile se ha convulsionado, haciendo visible las escandalosas inequidades del modelo. Pero también son los días que marcan el despertar de un Pueblo y de lo Político con mayúscula.
El gobierno, que días antes se jactaba de la condición de oasis del país, declara el estado de emergencia, el toque de queda, la violencia legalizada, mostrando sin pudor la estructura oculta del poder. Aquel poder que escapa a todo control, acostumbrado a los montajes, que goza de impunidad.
Las jornadas de evasión protagonizadas por los estudiantes secundarios en el metro prendió la mecha de una energía contenida por años, que explotó en todo Chile con una intensidad nunca antes vista. El Gobierno creía que darle una vuelta más al tornillo era posible. Subir el pasaje en 30 pesos era decisión de un panel de expertos, por lo tanto, fuera de toda duda. Sin embargo, el tornillo no soportó otra vuelta y todo se vino abajo. La racionalidad neoliberal, esa que solo da cuenta de cifras, datos, y resultados, se suspendió y entramos a otra dimensión, una en que las certezas, que más bien eran naturalizaciones de la injusticia, van dando pie a la necesidad de volver a pensar en la sociedad que queremos. Cuando lo humano que no cabe en el algoritmo, emerge y sobrepasa el cálculo experto, estamos en lo político. Un ámbito maltratado, constreñido, ignorado, por tanto tiempo que una vez liberado busca su cauce. A veces de manera caótica, violenta, pero con un potencial expresivo que re-crea en su movimiento el sentido profundo de lo público.
En Chile, la “nueva razón del mundo” se instaló con sangre y fuego. Mediante un golpe de Estado y una guerra declarada a los trabajadores y sus organizaciones, se dio paso a un experimento social basado en lógicas de competencia e incertidumbre, que sirvieron también para dar a la clase dominante mundial, “evidencia empírica” de las posibilidades fácticas de las políticas neoliberales. A comienzos de la década de 1980, siguiendo el recetario de la escuela de Chicago, se articularon una serie de políticas, “las 7 modernizaciones”, que privatizaron la educación, la salud, la previsión social, y nos sometieron a un régimen de explotación laboral con bajos sueldos y altas expectativas de consumo en base al endeudamiento. Una vez instalados, y de manera sistemática, fueron intensificando la competencia, el individualismo, la inseguridad social y la explotación irreparable del medioambiente. El mercado reemplazó la política, reduciendo la libertad a la mera elección de mercancías. La tecnocracia sustentada en la creencia de un acceso privilegiado a la realidad, encarnada en los economistas, arrinconó a las humanidades a una nueva condición, más cercana a la cultura decorativa, que a la producción simbólica de la realidad.
Desde 1990, con la llegada de la “democracia” se consolidó una nueva forma de Estado, donde la evaluación de los resultados fue sustituyendo la búsqueda de sentidos comunes, consolidando una forma de privatización de lo público tan sofisticada como efectiva, donde el rendimiento se convirtió en la medida sacrosanta de la calidad. El sistema educacional, a pesar de la constante protesta de su comunidad, ha sido acorralado por estas políticas, que buscan convertirlo en un aliado permanente en la construcción de una subjetividad funcional al mercado y la competencia. El resultado es un individuo que se considera a sí mismo como una unidad productiva, un capital humano, preso del rendimiento y la autoexplotación.
Este giro conceptual también se impuso a la democracia, reduciéndola a una forma de recambio legal y pacífico de los gobernantes de turno, tal como lo había pensado Hayek y Jaime Guzmán. Esa suma de factores, que se formalizaron y naturalizaron en distintos procedimientos, terminó por hacer irrelevante todo proceso de deliberación política.
Sin embargo, lo reprimido no desaparece, se contrae, se estrecha, pero termina emergiendo con una fuerza proporcional al intento de anularla. Después de muchas manifestaciones infructuosas, donde la marcha, la protesta pacífica en todas sus formas de expresión y creatividad se encontró con una muralla de indiferencia, con el ninguneo permanente y la represión selectiva. La gente, la ciudadanía, el Pueblo, emerge con la potencia del que no tiene nada que perder, pero con la sabiduría que dan los años de lucha y frustración, y se hace nuevamente presente con toda su diversidad, para recordar que lo humano es más que un número y que sus sueños no caben en una planilla de cálculo. Recordarnos que los problemas y sus soluciones no son responsabilidad de individuos aislados.
En los días que vienen, el Estado buscará relegitimar los fundamentos de esta racionalidad, que coincide evidentemente con el objetivo central del Estado. Para ello, la táctica es de manual: confundir a la opinión pública enfatizando en los desmanes y los vándalos, potenciando el miedo, para un uso desmedido de la violencia y reprimir la manifestación de la voluntad popular, a la par de un ejercicio simulado de participación política. Lo que se abre para el Pueblo, la ciudadanía, la gente, es un escenario en disputa. Es vital alargar este momento, donde la deliberación, el disenso, la organización, se transforman en necesidad generalizada del Pueblo, de la ciudadanía, de la gente.
Ganar tiempo para lo Político y suspender la razón neoliberal es el objetivo en disputa.