En un momento en que la opinión pública de Estados Unidos observa y evalúa en estado de gran incertidumbre los primeros pasos para la realización de un juicio político (impeachment) a Trump, este trata de salvarse como lo hacen todos los presidentes estadounidenses: golpeando en el exterior a fin de atraer a los ciudadanos, escudado en un discurso de defensa de la seguridad nacional que persigue desatar ánimos nacionalistas y fortalecer identidades buscando transformar en votos una coyuntura que los medios de comunicación se esfuerzan en mostrar como adversa.
Los analistas que saben “de buena tinta” como se maneja el sistema político estadounidense en sus profundidades, que es donde realmente se toman las decisiones, descartan que Trump pueda ser destituido. Por dos razones fundamentales, la primera es que nunca antes ha ocurrido y la otra, mucho más tangible es que los republicanos tienen mayoría en el senado y no están dispuestos a hundirse con Trump de cara a las próximas elecciones para las que no tienen ninguna pieza de recambio.
A estas alturas, poco importa si Trump delinquió, tampoco si es culpable o inocente en las causas que se le imputan. Eso no pasa de ser un show más dentro del espectáculo de la política de este país en el que tanto demócratas como republicanos saben que deben poner sus cartas sobre la mesa del juego que realmente les interesa: las próximas elecciones.
El impeachment para los demócratas significa la posibilidad de golpear a Trump en ciertos sectores de una derecha fundamentalista, conformada por blancos mayores de cincuenta años para quienes ciertos valores de la sociedad estadounidense tradicional siguen teniendo alguna importancia, numéricamente (en términos electorales) todavía son la mayoría y, en la medida que los jóvenes aún no se incorporan a votar masivamente, tienen una influencia electoral no desdeñable.
Trump, por su parte, sabiendo –como se dijo antes- que es muy improbable que pueda ser destituido, apuesta al desprestigio de los demócratas que según él, malgastan tiempo y dinero de los contribuyentes en la búsqueda de una quimera que aleja a los legisladores de la que debería ser su principal responsabilidad.
Finalmente, en Estados Unidos el impeachment no es más que eso: un instrumento del sistema para mantener entretenida a la opinión pública mientras se siguen cometiendo toda clase de desmanes y perversiones en la ejecución de la política real, la que afecta e influye en los ciudadanos.
El último de ellos, realizado contra Bill Clinton, fue expresión de la hipocresía de la sociedad estadounidense cuando se quiso acusar al presidente por acciones éticamente repudiables según los falsos cánones de conducta que rigen a la sociedad de ese país. A Clinton no se le imputaba por lo que hizo –que además, se sabe, ha sido propio de su proceder durante todo su vida, antes durante y después de ser presidente- sino porque su desenfreno sexual había tenido efecto en los inmaculados salones de la Casa Blanca.
Al final no pasó nada, el Congreso, los ciudadanos y hasta la señora Clinton “perdonaron” al presidente por su actitud libertina que no le impidió seguir desarrollando sus funciones como si nada hubiera ocurrido, después de mantener al país en vilo durante varios meses.
Pero ahora, ante esta nueva puesta en escena, a diferencia de Clinton que ya estaba en su segundo mandato cuando se produjo el impeachment, Trump está aspirando a dar continuidad a su administración en las elecciones del próximo año. Ello cambia sustancialmente su forma de actuar en la coyuntura.
Pero, en este caso, dada la tradición estadounidense, en la que las diferentes administraciones se escabullen de los bretes internos realizando acciones de gran impacto fuera de sus fronteras, lo que se haga es de extrema peligrosidad. Para esto, no se escatima en mover ríos de tinta, muchas horas de televisión y millones de mensajes en las redes sociales. Todo es posible en la estupidizada sociedad norteamericana que vive obnubilada entre las drogas y la mentira hollywoodense creyendo que son una nación elegida por Dios.
En días recientes hemos sido testigos de una nueva película del “Capitán América”. Esta vez fue escenificada en algún lugar del Medio Oriente, en la que Trump informó de la muerte de Abu Bakr al-Baghdadi máximo líder de la organización terrorista Estado Islámico. Todo el mundo sabe que eso es falso.
En esta ocasión, Trump no hizo el anuncio del hecho por twitter, su principal instrumento que usa para exponer la perversión mediática con la que logra atraer incautos a través de la improvisación, la mentira y sin aportar pruebas. El showman-presidente supone que cualquier cosa que diga, se transforma en verdad indesmentible por la fuerza del poder militar, económico y mediático de Estados Unidos.
En la citada operación nocturna que supuestamente duró dos horas y en la que participaron fuerzas especiales del ejército de Estados Unidos que se trasladaron en ocho helicópteros volando “muy, muy bajo y muy, muy rápido” durante una hora y media por un “territorio muy, muy peligroso” según Trump, fue aniquilado al-Baghdadi junto a algunos de sus secuaces y tres hijos que murieron cuando el líder terrorista activó un cinturón explosivo adherido a su cuerpo. En el momento de informar, el presidente de Estados Unidos agradeció a Rusia por su asistencia, así como a Turquía, Siria, Irak y a los kurdos sirios.
Todo podría parecer muy real y muy plausible, los problemas comenzaron a surgir cuando el portavoz del Ministerio de Defensa ruso, Mayor General Igor Konashenkov, aseguró que el ejército de su país no tenía “ información confiable” sobre operaciones especiales en la provincia de Idlib, en Siria, donde según Trump tuvo lugar la operación, toda vez que ni el día en que aparentemente se realizó tal acción ni en días sucesivos se produjeron ataques aéreos en esa zona por aviones estadounidenses. Pero además, ante la referida asistencia rusa a la operación Konashenkov informó que su institución armada no tenía “conocimiento de ninguna presunta asistencia para el paso de la aviación estadounidense al espacio aéreo de la zona de Idlib durante esta operación”.
Esta información llevó al canciller ruso Serguei Lavrov a afirmar que la muerte de al-Baghdadi es “una creación de Estados Unidos”, pero además recordó que el líder terrorista “es, o era si ya está muerto, una creación de Estados Unidos”.
Mucho más lejos fue el presidente sirio Bashar el Assad quien en una entrevista concedida a la televisión de su país afirmó que: “No sabemos de verdad si esta operación tuvo lugar efectivamente o no”. Al caracterizar esta maniobra como un truco, el Assad afirmó que todo había surgido de la imaginación norteamericana, recordando además que el Baghdadi estuvo detenido en prisiones de Estados Unidos en Irak, de donde lo dejaron salir para que desarrollara acciones terroristas contra el gobierno de su país.
El presidente sirio explicó que las doctrinas fundamentalistas dentro del islam que son las que han desarrollado el terrorismo a lo largo de la región tienen más de dos siglos de antigüedad y no desaparecerán con la muerte de una persona, sugiriendo que toda esta escena es un arreglo entre Estados Unidos y el Estado Islámico para que emerja de una forma diferente en el nuevo escenario del conflicto, tras la casi absoluta derrota de este engendro criminal.
En los hechos, contrasta el festín y la celebración alborozada que hizo Estados Unidos tras el asesinato de Hussein en Siria y Gadafi en Libia (en la que incluso la secretaria de Estado Hillary Clinton exhibió su alegría al ver el cuerpo de Gadafi abatido y sodomizado), con lo ocurrido con Osama bin Laden en Pakistán y ahora esta nueva fantasía imaginariamente acaecida en Siria, en ninguna de las cuales hay pruebas ni experticias, salvo la palabra de los presidentes de Estados Unidos.
El Assad agregó que el afán de Estados Unidos de agregar a otros países como participantes de la acción sólo intenta dar credibilidad por una parte y no sentirse avergonzados por otra.
Muy probablemente, nunca se sabrá la verdad, solo que esta acción se agrega a la deleznable lista de mentiras que adorna el curriculum de la presidencia de Estados Unidos. A fin de sumar votos, viene bien un poco de circo en Washington y otro poco en los medios.