Hoy las parejas o familias se estructuran bajo una idea única de amor. Un amor que se muestra idílico, pero que en la realidad está subordinado a las leyes del mercado sexista y a los valores de la sociedad neoliberal, como el consumismo, clasismo, racismo, patrones de belleza, conveniencia, etc. Y anclado a dispositivos de control, como el amor romántico.
Ante una nueva celebración de un 14 de febrero, es importante visibilizar que desde pequeñas nos han enseñado que el amor romántico es un bien que todas debemos atesorar. Tiene como presupuesto la heterosexualidad, la monogamia, la abnegación y la entrega. Una asociación perfecta entre idilio y sufrimiento, una lucha constante por ser deseables para un hombre dominante y que—cual príncipe azul—vendrá a nuestro socorro para tener juntos el tan preciado final feliz, ese sin el cual estaríamos incompletas. Lo vemos en nuestras familias, en las películas, las canciones, los libros y los cuentos para dormir. Está en cada comercial, en cada relato, en la mente de cada niña que pone una sábana blanca en su cabeza imaginando que camina hacia el altar. Todo lo cual provoca la romantización de dichas dinámicas de poder, traducidas en fantasías sobre la media naranja, el amor de la vida, el amor que duele, el sacrificio y la exclusividad sexo afectiva como expresión de todo ello.
Ha llegado el momento de reconocer abiertamente que el amor no es solamente un poderoso factor de la naturaleza, que no es únicamente una fuerza biológica, sino también un factor social. Lo cierto es que el amor en sus diferentes formas y aspectos, ha constituido en todos los grados del desenvolvimiento humano una parte indispensable e inseparable de la cultura de cada época. El amor es un sentimiento social, histórico, por tanto cambiante, cuya valoración moral varía según la ideología y los intereses a partir de los cuales se lo reglamente. Según la normatividad que lo estructure, el amor puede servir para construir relaciones amorosas igualitarias u opresivas. Pero eso no depende de los individuos aislados, sino, de la sociedad en su conjunto.
Tanto desde la teoría como desde la militancia feminista, se ha trabajado intensamente por deconstruir el amor romántico como arquitectura intencionada del patriarcado para perpetuar las desigualdades. Los principales análisis feministas coinciden en que el amor romántico es una construcción social que coloca a las mujeres en una posición subalterna, es decir, no se trata de un problema con el amor como sentimiento, sino como expresión de relaciones de poder y control.
Todo se resume en lo que Amelia Valcárcel llama la ley del agrado, una socialización diseñada por el sistema machista sobre el papel que nos toca a las mujeres en la sociedad en general y en el amor en particular. Agradar en lo estético, en lo amoroso, en lo profesional, en lo personal, en lo familiar, en lo sexual. En definitiva, agradarles, aunque no sea de nuestro agrado. Aquí es donde radica el principal peligro del amor romántico, en cómo se vuelve una imposición de la masculinidad hegemónica que nos educa para situarnos en un segundo plano mientras que los hombres siguen gobernando en todos los sentidos y en todos los espacios.
De lo dicho se concluye que la forma en que se nos enseña el amor repercute en cómo somos consideradas y posicionadas en el mundo, pero por muy grave que esto sea, hay mucho más que decir: los mitos románticos se presentan como verdaderas pruebas de amor y están detrás de muchas de las formas de violencia de género.
Esta violencia se establece primero con estrategias de control sobre pequeñas acciones, amistades y pasatiempos, pero que lejos de analizarse como tales se escudan bajo el paraguas del amor sin levantar sospechas. Así, la normalización de los celos, pedir las claves de las redes sociales, la posesión y la subyugación, se vuelven parte del camino silencioso hacia las agresiones y la postergación. Si consideramos, además, que todo esto comienza a suceder a temprana edad, entonces tenemos el escenario perfecto de inmadurez, temor y silencio. La violencia de género en la adolescencia y la juventud se camufla, por eso no es fácil detectarla y hace urgente reeducar(nos) para ser capaces de prender las alarmas a tiempo. La importancia de esto radica en que es justamente en esta etapa que se termina de cimentar el aprendizaje del establecimiento de los patrones de relaciones, el carácter y la identidad, donde el control y la sumisión pueden marcarte de por vida.
Por su parte, los hombres también se ven afectados por estas dinámicas relacionales, ya que —pese a sus privilegios en sociedades patriarcales— también conocen solo esta forma de amar, que por una parte les permite posicionarse en el poder, pero por otra, los alimenta de necesidad de controlar y de poseer, lo que los lleva a establecer relaciones tóxicas o incluso transformarse en femicidas, violadores o ambos.
En la lucha por la reivindicación de nuestros derechos, debemos también repensar el concepto que tenemos del amor y de la forma de establecer relaciones, que deberán partir de la idea de igualdad y libertad, pero sobre todo de la construcción de espacios seguros desde los cuales podamos abrirnos más el mundo, y no vivir en una versión reducida y limitada de este.
Porque la violencia de género tiene múltiples expresiones, no dejes nunca de cuestionar tus relaciones, entendiendo que no son “un asunto de orden privado” sino de interés público. En pleno siglo XXI se maltrata y se mata en nombre del amor.