Hablemos de feminismo

  • 10-03-2020

La historia de las luchas de las mujeres por sus derechos ha sido una historia silenciada. Sus éxitos y sus fracasos, las enormes y variadas dificultades que han debido enfrentar y las estrategias elaboradas para sortearlas son, en general, desconocidos. Las protagonistas de estas luchas— ideólogas y ejecutoras — habitan ese espacio de la memoria social reservado a las figuras espectrales, esas que sabemos que han tenido una existencia material pero cuyas gestas, gestos, rostros y biografías somos incapaces de evocar. De ahí que el feminismo, ese hilo que ha enhebrado las luchas de distintas generaciones de mujeres en diversos territorios, pese a haberse erigido como el movimiento social más dinámico y expansivo del siglo XX, es relativamente desconocido en lo relativo a sus presupuestos teóricos e implicancias éticas y políticas.

Es evidente que para ser feminista no se requiere haber leído alguna de las grandes obras de este pensamiento, ni conocer los significados de las categorías de análisis acuñadas por teóricas feministas contemporáneas (género, patriarcado, interseccionalidad etc.). El feminismo es, ante todo, una práctica política igualitarista, de signo emancipador, que descansa sobre una conciencia colectiva de la experiencia de subalternidad femenina. Tiene, por tanto, una raíz eminentemente vivencial, lo que explica su carácter globalizado e intergeneracional, y su capacidad de transcender clases sociales, pautas culturales y visiones ideológicas.

Así, en diversos tiempos y culturas, las mujeres han levantado estrategias de subversión o –como titula un compilado de escritos de Julieta Kirkwood– han tejido rebeldías. Ejemplos de estas rebeldías abundan: las estadounidenses que se reunieron en Seneca Falls (1848) para reclamar ciudadanía, las chilenas que se presentaron a votar, en San Felipe (1875), arguyendo que la Constitución de 1833 garantizaba la igualdad de todas las personas ante la ley; las mexicanas que, en Yucatán, (1916) convocaron dos congresos para reclamar reformas educativas y sociales; las 343 francesas que en un manifiesto público (1971) declararon que habían abortado para impulsar la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo; las iraníes que, desde el 2017, vienen fotografiándose en redes sociales sin velo para reclamar su derecho a decidir portarlo o no; las latinoamericanas que se manifiestan en la calles contra la violencia y/o la restricción de derechos procreativos portando los reconocidos pañuelos feministas, entre muchas otras.

Con todo, la teoría feminista que es, ni más ni menos, una teoría explicativa de las causas y expresiones de la subalternidad femenina y de las rebeldías de las mujeres, es muy útil, en cambio, para comprender por qué y para qué las mujeres se movilizan y para fijar los contornos del feminismo.

Hace pocas décadas los esfuerzos de divulgación de la vertiente teórica del feminismo estaban concentrados en explicar, concienciar y contrarrestar la caricaturización de las luchas feministas. Como explica Kirkwood, al relatar una reunión para constituir un círculo de mujeres en plena dictadura, ser feminista ha sido, históricamente, un verdadero estigma social que, a menudo, las mujeres intentaban evitar:

 

«nos propusimos buscar en el tiempo si aIras mujeres se habían hecho la mismas preguntas.

Algo sabíamos de las Sufragistas, a las que se había llamado “hienas con faldas”, seres “antinatura”.

Supimos -se nos había enseñado- que en Chile no habría ya más feminismos, porque había “conciencia social”.

Experimentamos el miedo a esas “semejanzas” a no ser “femeninas”… a “dividir” las ideologías progreistas o revolucionarias.

Cuidadosamente ocultamos nuestro recién inaugurado nombre: Feministas.» (1987:25)

 

No cabe duda de que el feminismo atraviesa en la actualidad su época de oro: está vivo en las calles, en la academia, en las asociaciones gremiales, incluso en las reuniones familiares. Por otro lado, muchas mujeres se identifican públicamente como feministas. Pero, cada tiempo trae sus propios inconvenientes. Hoy proliferan también los seudofeminismos, es decir, discursos sobre las mujeres, de signo conservador, que utilizan la etiqueta “feminismo” (acompañada habitualmente de algún apellido que se encargan de enfatizar) no sólo para travestirse de aquel sino para despojarle su contenido insurreccional. Estos nuevos discursos seudofeministas nos dicen que el “verdadero feminismo” consiste en comportarse como una buena madre, en no aparecer como víctima, en no reclamar derechos o espacios de poder, sino en ganárselos a través del mérito; nos invitan a luchar contra la violencia únicamente a través del autocuidado o la no exposición al riesgo, nos alientan a superar la frustración ante la discriminación o los efectos de la violencia mediante el olvido, la perseverancia y el esfuerzo, y nos instan a replegarnos sobre nosotras mismas porque la praxis colectiva es fuente de alienación y excesos. Así, mientras hoy escasean quienes sostienen que no hay que ser feminista, abundan, en cambio, quienes, servidos de una recientemente inaugurada (y mañosa) taxonomía feminista, intentan alejarnos de sus versiones extremas (“la feminazi”) y nos exhortan a cultivar un feminismo moderado. Inclusive, de más en más, algunos varones nos explican en qué consiste ser una buena feminista, en un ejemplo de manual de mansplaining.

Conviene, entonces, preguntarnos en qué consiste el proyecto político feminista.  En rigor, el feminismo es un conglomerado variado de propuestas que tienen en común un carácter insurreccional y una crítica antisexista. El feminismo es crítico de los métodos de conocimiento, presupuestos, prácticas y procedimientos, sociales e institucionales, que han naturalizado y normalizado la sujeción de las mujeres a los hombres, estabilizando y justificando una distribución inequitativa de las oportunidades, beneficios, cargas, responsabilidades y riesgos sociales, entre hombres y mujeres; y que han invisibilizado a las mujeres.

El concepto de género, acuñado en el último tercio del siglo XX, vino a resumir la tesis feminista sobre la desigualdad entre hombres y mujeres que venía componiéndose desde incluso antes del siglo XVIII y que cristaliza en su forma contemporánea con la obra de Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo. Según esta tesis, la realidad social está organizada, dividida y jerarquizada a través de una compleja red de símbolos, doctrinas, prácticas, reglas e instituciones que orbitan alrededor de la diferencia sexual. Los hombres son considerados la norma y, por extensión, su experiencia vital es comprendida como la experiencia universal (lo humano). En contraste, las mujeres somos consideradas las otras, una especie de remedo imperfecto de lo masculino. En consecuencia, el significado de la diferencia sexual no es neutro; es, en rigor, una marca de inferioridad. Por tanto, el drama de las mujeres no es ser diferentes a los hombres, sino ser tratadas como seres inferiores, ser infravaloradas, denigradas, desposeídas de nuestros cuerpos, voluntades, experiencias y voces. La conocida frase de Simone de Beauvoir «no se nace mujer, se llega a serlo» vino a poner de relieve que las mujeres hemos sido socializadas para la sumisión; que el guion de nuestras vidas está escrito por otros y que en él somos, apenas, descritas como actoras secundarias. El rol social de las mujeres es devenir madres, educadoras, compañeras, amantes, cuidadoras de otros. Ahora que en Chile se ha vuelto popular la frase «que la dignidad se haga costumbre», es importante que recordemos que la dignidad ha sido siempre un horizonte escurridizo para las mujeres en la medida que no han sido consideradas fines en sí mismas sino, más bien, medios para los fines de otros.

Como ya mencioné, el objeto de la teorización feminista es la subalternidad femenina. Según el pensamiento feminista, ninguna mujer logra escapar de la subalternidad derivada de la diferencia sexual porque esta es un eje articulador de las sociedades, y esa subalternidad tiene manifestaciones variadas, las cuales atraviesan todas las capas sociales e impregnan todas las biografías femeninas. Así, la subalternidad se puede manifestar en desempoderamiento, explotación, marginación, discriminación y violencia.

Con todo, la experiencia femenina de la subalternidad no es unitaria (puede afectar con mayor o menor intensidad a cada mujer en función de su posición social y sus características personales), no siempre se traduce en una toma de conciencia sobre dicha experiencia, ni mucho menos en un compromiso de acción política para luchar contra ella. De hecho, adquirir conciencia sobre la subordinación femenina no es algo sencillo. Las sociedades fabrican las ideas de lo que son los hombres y las mujeres, de lo que es “propio” de cada sexo, y las transforman en los universos normativos que delimitan las fronteras de lo masculino y de lo femenino.  Estas ideas infiltran los imaginarios colectivos e individuales, modulando, desde la infancia, nuestra manera de ver, captar y entender el mundo. Por eso los estereotipos de género son rígidos y tan difíciles de desarraigar; estos forman parte de nuestras creencias más básicas e inconscientes. En parte, esto explica que no todas las mujeres tengan compromisos feministas, y aquellas que los tienen tengan dificultades para ser siempre coherentes.

Afortunadamente, la falta de experiencia de la subalternidad femenina no impide que los hombres desarrollen un compromiso feminista. Los hombres pueden experimentar otras experiencias de subalternidad en sus vidas (de clase, etnia y/o orientación sexual, por ejemplo) que les permitan acercarse a la experiencia femenina. Es posible, también, que tomen conciencia de las implicancias que la ordenación de género tiene para ellos al imponerles modelos rígidos de masculinidad. Si bien la experiencia nos permite acceder a un conocimiento más preciso de la realidad que nos ayuda a desentrañar la forma en que las creencias y representaciones sociales de género nos afectan en nuestra vida cotidiana, cuestionar sus efectos y construir estrategias transformadoras ajustadas al contexto, la experiencia no condiciona absolutamente nuestra capacidad crítica del mundo. Con todo, es altamente probable que los hombres tengan más dificultades que las mujeres para comprender toda la extensión e impacto de la subalternidad de género en la vida femenina.

Así las cosas, la deferencia con la mirada femenina no es una cuestión de cortesía o condescendencia, sino una cuestión de justicia. Hay razones epistémicas para favorecer el punto de vista femenino y razones éticas para que las mujeres sean protagonistas de las discusiones que le conciernen, dado que todo esto favorece la igualdad y la agencia (autonomía) femenina. Por eso, la paridad en la integración de una eventual convención constitucional es una muy buena noticia para las luchas feministas en Chile y en el mundo. Es de esperar que —como correspondería dada su justificación transversal— la paridad se transforme en un punto de partida y no solo en un punto de llegada de una nueva forma de construir democracia.

 

La autora es académica de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales UACh

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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