El escritor Patricio Pron nos indicó, al principio de la cuarentena por la Covid-19, que las lecturas más adecuadas para la misma no tenían por qué ser La peste de Albert Camus, cuyo verdadero tema no era la enfermedad ni el confinamiento, sino la ocupación alemana, ni tampoco el Decamerón de Giovanni Boccaccio, puesto que el papel en el mismo de la peste negra sería puramente circunstancial, una excusa para empezar a hilar las historias que componen el libro. De todas formas, y aun asumiendo el riesgo de corregir un poco al autor argentino, yo añadiría que la descripción de los efectos de la epidemia que encabeza sus primeras páginas, la de las consecuencias que tuvo en la ciudad de Florencia, sigue siendo estremecedora. Pron afirmaba, en todo caso, que el libro que había que leer estos días era el Diario del año de la peste de Daniel Defoe (1722), y estoy bastante de acuerdo con él: en dicha obra el escritor inglés da cuenta del desarrollo de la epidemia de peste bubónica que sacudió a la ciudad de Londres en 1665, desde que, a principios de aquel año y, sobre todo, a partir de primavera, empezó a propagarse, hasta que, a partir del otoño, retrocedió hasta desaparecer. Al año siguiente, por cierto, otra catástrofe volvió a sacudir la ciudad, como también recuerda Defoe en las páginas de su libro: el Gran Incendio de 1666.
Una amiga, haciéndose eco del consejo de Pron, ha leído el libro durante nuestra actual cuarentena, y me hizo algunos comentarios al respecto –telemáticamente, desde luego. Entre otras cosas, le parecía increíble lo poco que hemos cambiado desde el siglo XVII; se refería, en concreto, a la histeria colectiva y a la propagación de leyendas urbanas, que, de creer a Defoe, sacudieron al Londres de aquel tiempo con la misma fuerza que a las redes sociales y a muchos medios de comunicación en nuestros días.
Yo le respondí que estaba de acuerdo. Pero lo cierto es que no me parece tan sorprendente, porque el mundo de Defoe es ya, en esencia, el nuestro, y no hay por qué identificar peste y cuarentenas con la Edad Media –la Edad Media siempre sale a relucir en estos casos, equivocadamente–; a fin de cuentas, se trata de fenómenos más modernos de lo que solemos pensar. No solo eso: si Defoe, que era un sincero defensor del poder, el orden establecido y el –por aquel entonces– recién nacido capitalismo, subraya algo a lo largo del libro, incluso a riesgo de ser repetitivo, es lo eficaces que fueron las autoridades municipales a la hora de asegurar el abastecimiento de la ciudad. Tomaron medidas para mantener los mercados abiertos y para seguir atrayendo a los campesinos de los alrededores para que transportaran sus productos y vituallas, evitando que se asustaran demasiado en su camino hacia sus puestos de venta gracias a las tareas de limpieza de las calles, para dificultar así, por ejemplo, el que pudieran ver cadáveres abandonados, algo que conseguían gracias a los enterramientos masivos que se llevaban a cabo amparándose en la oscuridad de la noche. Esto, evidentemente, ponía en riesgo a dichos campesinos, aumentando el peligro de que, de vuelta a sus aldeas, extendieran la epidemia. Como ocurrió, de hecho, en contraste con las duras medidas de confinamiento que se aplicaban a los habitantes de las casas londinenses en las que se declaraba el contagio: durante la cuarentena se prohibía salir de los edificios incluso a las personas sanas que se encontraran junto a los enfermos. Pero el Mercado, impulsado por la mano no precisamente invisible del gobierno, funcionó como era debido, y los precios apenas subieron durante la época de la epidemia, tal y como subraya, satisfecho, el narrador.
Defoe también explica que las consecuencias sociales de la epidemia fueron desiguales. La mayoría de los ricos, como es habitual, huyeron de Londres en cuanto empezó a propagarse, y el paro aumentó rápidamente, al principio entre la numerosa servidumbre que trabajaba para ellos, y, más tarde, entre los artesanos y los tenderos: la ciudad tuvo que organizar amplias campañas de caridad para pobres y desempleados, con el fin de evitar el riesgo de revueltas. Defoe tiene palabras de condena para la temeridad de los necesitados, por despreciar las más elementales normas de prudencia y porque, en muchas ocasiones, trabajaban en condiciones peligrosas, sin hacer caso del riesgo de contagio. Recoge lo que solían responder los pobres, cuando se les preguntaba sobre la cuestión: “Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo morirme de hambre. Tanto da coger la peste como morir de privaciones. Yo no tengo trabajo. ¿Qué queréis que haga? O hago esto o me pongo a pedir limosna”.
Todo esto, una vez más, no es nada de extrañar: la obra más conocida de Defoe, Robinson Crusoe (1719), es considerada como una de las más tempranas encarnaciones del capitalismo, al menos en el terreno de la ficción literaria. César Rendueles resumía así la esencia de la novela: se trataría de “la historia de un esclavista amoral del siglo XVIII que naufraga en una isla desierta y construye allí una sociedad burguesa unipersonal”.
Por otra parte, el Diario del año de la peste es también un libro muy contemporáneo en otros sentidos. Por ejemplo, es muy difícil precisar a qué género pertenece. Está claro que, aunque utiliza la primera persona, no es un relato autobiográfico –Defoe apenas tenía cinco años en 1665–, pero ¿se trata de una novela? ¿O es acaso una especie de reportaje? Son preguntas pertinentes, incluso teniendo en cuenta que aún estamos en una época en la que la novela se estaba formando como género –no hay más que recordar el papel que jugó en ese proceso la ya mencionada Robinson Crusoe. El consenso principal nos informa de que el Diario del año de la peste debe leerse como una novela, pero, seguramente –el autor nos proporciona, en la misma obra, algunas pistas no muy claras sobre la cuestión–, se basó para construirla en las notas que durante la época de la epidemia tomó un tío suyo –aquel tío, como el narrador de la obra, era talabartero. Desde ese punto de vista, quizá tendríamos que considerarla una “novela de no-ficción”, ese subgénero que algunos consideran hoy en día tan revolucionariamente novedoso…
Finalmente, a Defoe hay que reconocerle que, al contrario que en otros negocios mercantiles que emprendió –un campo en el que, por lo visto, no gozó de demasiada suerte–, en este caso sí que tuvo sentido de la oportunidad empresarial: escribió el libro bajo el impacto de la epidemia bubónica de 1720 en Marsella, la última que asoló Europa occidental, y lo publicó al poco de que terminara, con un objetivo claramente comercial, y con un éxito notable de ventas, aunque no tan rotundo como el de aquel best seller primigenio que fue Robinson Crusoe.
Veremos cuántos de los diarios y las novelas del coronavirus que invadirán las librerías –las que queden– después de que se levante la cuarentena tienen la misma suerte. Tanto cuando se publiquen, como a largo plazo, en calidad de testigos duraderos de toda una era… La del capitalismo viral, en la que, me temo, seguiremos encontrándonos una vez pasada la emergencia, si es que en algún momento puede decirse que haya pasado. Porque esa es una de las esencias del capitalismo, tanto el de hoy, como el de los tiempos de Defoe: la emergencia. La epidemia siempre es, y siempre ha sido, el capitalismo.