En su celebérrima distopía 1984, el escritor George Orwell imaginó la instalación por doquier de telepantallas con dos funciones: promover la propaganda del régimen y vigilar a través de un canal que permitía a la policía del pensamiento escuchar y ver todo lo que ocurría. Desde luego la actual coyuntura pandémica tiene sólo la cáscara de apariencia con dicha situación: la propaganda es reemplazada por publicidad, mientras las comunicaciones digitales en tiempo real han desbordado varios ámbitos de la vida humana, entre otros el laboral, para los que tienen el “privilegio” de un empleo con opción de trabajo a distancia sin límites temporales ni espaciales. Mientras para algunos este trance alude al panóptico de Bentham, una estructura carcelaria diseñada para controlar sin que los observados se percaten, para otros, guarda mayor relación con el bucle extraño del tipo de la película “el día de la marmota” (1993) que repite sin cesar la misma jornada.
Lo cierto es que las “nuevas normalidades” a la que varios gobiernos aluden en sus discursos, pretenden regularizar el uso de las pantallas, permeando la multi-dimensionalidad de lo personal y lo social para instalar un “habitus” digital permanente, bajo el estratégico eslogan de la necesidad de la reinvención para una óptima adaptación cultural. Paralelamente a dichas narrativas los medios de comunicación difunden el respiro del planeta con menos co2 y bajo los beneficios de una menor presión humana sobre los ecosistemas. Sin embargo, poco sabemos acerca del impacto sobre los recursos naturales que implicaría sostener la multiplicación geométrica de la interacción a través de monitores tal y como lo proponen las tecnoútopias que prometen telesalud, educación virtual, teletrabajo e industria del entretenimiento remoto, entre otras.
Desde luego, una vida privada y pública que transcurre de manera intensiva frente a estas pantallas requiere prever la disposición de un mayor número de residuos electrónicos, así como procesos de alfabetización digital que adviertan a la población de prácticas ambientalmente sustentables en relación con consumo energético, alojamiento y tránsito de datos, disposición de remanentes electrónicos, obsolescencia programada y percibida, y en general usos ambientalmente responsables de las tecnologías de la información y de la comunicación.
La utopía tecnológica que ofrece minimizar brechas digitales en acceso y uso para mejorar la calidad de vida de los humanos, podría generar una huella ecológica insostenible y abriría la puerta a proyectos extractivistas que intentaran “resolver” las demandas de materiales de la industria electrónica. Así aunque bajo el lema de “todos conectados” estaríamos más seguros, las regulaciones ambientales para la explotación de recursos podrían flexibilizarse, causando daños agudos al medio ambiente. Estas tensiones no son nuevas; ya en 2011 la organización ecologista y pacifista internacional Greenpeace, advertía sobre el problema de la basura electrónica, tanto por el aumento de residuos de este tipo, como por la toxicidad de metales pesados y sustancias químicas que implica su descarte.
Otra arista es la cuestión de la adaptación a los nuevos esquemas tecnológicos. La sociedad parece más solidaria con los adultos mayores o los inmune deprimidos, y en general poco dispuestas a “soluciones” del tipo darwinismo eugenésico que asegure la sobrevivencia de los más fuertes o aptos, aunque parece tolerar mejor la pérdida de puestos de trabajo, que no se puedan readaptar al “mercado” laboral, o como derivado de la recesión económica abierta por la crisis sanitaria. La ONU, publicó en abril pasado, un informe sobre las consecuencias económicas y sociales de Covid-19, en el que se estima que conducirá a la pérdida de 25 millones de empleos. La Unesco agrega que alrededor de 1.500 millones de niños siguen desconectados de la escuela, salud y alimentación en las condiciones actuales y manifiestan la importancia de continuar trabajando con los objetivos de desarrollo sostenible con mayores esfuerzos alrededor del mundo. Por lo tanto más riesgoso que la aparición de este virus global son los enjambres de condiciones adversas descritas en el neologismo de sindemia: el impacto de las enfermedades bajo contextos signados por la pobreza, la desigualdad en el acceso sanitario, el estrés, la violencia estructural, y agregaríamos el cambio climático.
Los desafíos ambientales han motivado que organizaciones internacionales y locales, desde diferentes puntos del globo, continúen llamando a la sociedad a movilizarse digitalmente mientras continúe el confinamiento, actuando alrededor del cambio climático para denunciar -por ejemplo- la difícil situación que según recientes reportes de la Unesco indican que en América Latina al menos 65 millones de personas no tienen acceso al agua potable. La exigencia de una gestión integrada de los recursos hídricos apunta a la amenaza que representa la megaminería para el agua y la conservación de la vida, así como el impacto de los proyectos de explotación de recursos sobre reservas biosferas como la amazonia.
En Europa, un caso palmario en este sentido es el Pacto Verde, defendido por la Presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von del Leyen. Después de todo, a pesar de la disminución del tráfico automotriz urbano y la pausa industrial de algunas empresas, la recuperación del planeta no ha sido suficiente. Todavía no goza de buena salud por lo que habría que inquirirse acerca de los beneficios de la industria 4.0 a través de internet, o la robotización, que nos “facilita” la vida bajo la promesa digital de resolver problemas sin salir de la casa, aunque realmente provoca otros y diferentes retos
La paradoja de la era digital es que la infraestructura de comunicación existente permite participar políticamente, amplificar y direccionar información que aporta a la denuncia, la movilización y la protesta alternativa -incluso en periodos de distancia social ante crisis sanitarias- pero a su vez tiene el potencial de aumentar la productividad en detrimento del ocio reflexivo, al costo de una huella ecológica insospechada. El “todos conectados” podría entrañar un precio muy alto, por lo que conviene acordar socialmente sus límites, cuidando los riesgos de una implementación frenética de la tecnología sin preguntas críticas. Como aquella planteada por la periodista Naomi Klein cuando en recientes entrevistas cuestiona a jugadores privados como Google, Amazon y Apple en el manejo que hacen de nuestros datos sin rendir cuentas públicas.
El camino “amarillo” hacia un mundo más aséptico, más conectado y con relaciones sociales menos biopeligrosas, no conduce necesariamente a “Oz”, sino que abre nuevas interrogantes ¿Cuáles serán las consecuencias de una economía extractivista que se lava las manos, justificando las demandas de la industria? ¿Los ciudadanos mantendrán su boca tapada, atenuando sus demandas en la plaza pública? Por tanto es relevante repensar los senderos de “la nueva normalidad” desde registros participativos y plurales, de acuerdo a contextos específicos de cada país, y sobre todo con el urgente imperativo de no reproducir las severas condiciones de riesgo ambiental e inequidad social, desnudadas a propósito de las medidas de confinamiento adoptadas en la mayoría de países. No hay que olvidar que para el bio-geógrafo Jareed Diamond, autor de “Colapso: Porque unas sociedades perduran y otras desaparecen” (2005), la verdadera amenaza a la existencia humana no es el Covid-19 sino “el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales, la desigualdad y las armas nucleares”. No es posible entonces mejorar la vida humana sin actuar a favor de la salud del planeta y de su polis.
Gilberto Aranda B. es académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile. Tania Meneses C. es académica de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD), Colombia.