Cuando nombramos a Camilo Catrillanca pensamos en un hombre asesinado sin motivo y una hija que crecerá sin padre. Cuando nombramos a Joane Florvil sabemos que no abandonó a su hija y que nadie hizo el esfuerzo por entenderla. La muerte de George Floyd vuelve a levantar la campaña de #DiMiNombre que en inglés es #SayMyName, no para buscar el odio, sino para entender que él era más que “un hombre afroamericano”: era un hermano, un trabajador, una persona amada.
En Brasil, el diario O’Globo habló en su portada del domingo 10 de mayo de “10.000 historias” cuando se presentó las primeras muertes por la pandemia en ese país. Lo mismo ocurre con la portada del diario The New York Times que pone los cien mil nombres de cada una de las personas que han muerto en Estados Unidos hasta el 24 mayo pasado, con una breve descripción: “Marion Krueger, 85 años, Kirkland, Washington, bisabuela de risa fácil. Bassey Offiong, 25, Michigan, veía a sus amigos cuando estaban muy mal y les sacaba lo mejor”. Así. Uno a uno. Cien mil veces.
Heidegger creía que todo existe en cuanto se nombra. Al verbalizar algo o a alguien lo instauramos en nuestro mundo, lo reconocemos como real y, por lo tanto, podemos preocuparnos. No es lo mismo decir “un joven quedó ciego en una protesta” que decir “a Gustavo Gatica le dispararon en los ojos”. Con las palabras formamos el lenguaje y el discurso, a través el cual vamos determinando arbitrariamente qué es lo importante. Por eso, en tu pecho y en tu estómago no se produce lo mismo al leer que “encontraron a joven desaparecida” que cuando lees lo que en verdad pasó: “Florencia, de ocho años, estuvo secuestrada por hombre de 33 años”. Esa es la mayor diferencia que el sustantivo común “niña” y el sustantivo propio “Florencia“.
Las palabras son importantes. Cuando nombras haces un acto político. No puedes evitarlo. Incluso el silencio es una postura. Todo es lenguaje. Verbal y no verbal. Acción y Omisión. Construible y deconstruible.
La Primera Ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern prometió no nombrar al atacante de Christchurch: “No le daremos nada, ni siquiera su nombre” dijo en el discurso, pero mencionó a las víctimas. Porque son ellas las que merecen ser consideradas. Como los cinco niños asesinados en Palestina por las fuerzas militares israelíes, según la Defensa por la Infancia Palestina. Es el joven autista Iyad Halak camino a la escuela que no supo explicar y lo mataron con un fusil M-16.
Porque lo importante no es si se escribe SARS o COVID: lo importante son los nombres de las 1.054 personas que han perdido ya la vida por el virus en nuestro país al finalizar mayo: Fabiola Machuca, René Sanchez. No son sólo 469.284 personas desocupadas según el INE, son miles de familias con hambre y sin oportunidad de tener sus derechos básicos. No son 18 mujeres víctimas de femicidios, es Carmen Toro que fue asesinada a los 68 años en el patio de su casa en Coronel.
Las personas no son cifras ni sustantivos comunes. Son vidas, son familias, son valiosas. Empieza por decir su nombre:
Camilo Catrillanca
Joane Florvil
George Floyd
Gustavo Gatica
Iyad Halak
Fabiola Machuca
René Sánchez
Carmen Toro
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