El asesinato de George Floyd en Estados Unidos ha producido una ola de indignación y de acciones contra el racismo. Primero en la ciudad de Minneapolis, luego en el estado de Minnesota, posteriormente en el resto de Estados Unidos y finalmente en todo el mundo. Ayer, el hashtag #BlackLivesMatter (Las vidas negras importan) fue usado por millones de personas en el mundo.
La situación ha producido un renovado interés por el antiguo y persistente racismo que anida en la sociedad estadounidense contra la población afroamericana, la cual también se extiende contra los latinos y otros grupos. Este sentimiento irracional se ha traducido en la organización de grupos que han llegado a tener cientos de miles de adherentes, como el Ku Klux Klan. Pero junto con mirar lo que ocurre en otras partes, quizás deberíamos preguntarnos ¿cómo andamos por casa?
Increíblemente, hasta hace poco se pensaba que Chile no era un país racista. Quizás porque se consideraba que la única forma de racismo era contra la población afrodescendiente en Chile, que además tenía casi nula presencia en el país. Pero no se veía el racismo histórico e imperdonable contra nuestros pueblos originarios. El problema, y por eso existe el concepto “colonización” parte con la mirada de Colón al desembarcar en este continente, según la cual la civilización humana se organizaba necesariamente a través de reyes, leyes y ciudades. Para peor, el indio carecía de fe en Dios y por todas estas razones no podía alcanzar un genuino estatuto de ser humano. Las necesidades de poder y desarrollo económico hicieron que al siglo siguiente la mirada cambiara y los indios sí fueran considerados como humanos, pero para alcanzar plenamente ese estatus debía mediar su incorporación a la civilización occidental, partiendo por la evangelización.
Esa inercia nunca desapareció de todo. La cínicamente llamada Pacificación de la Araucanía no solo consistió en el arrebato violento de las tierras del pueblo mapuche, sino en la persecución y el exterminio. Algo similar ocurrió más al sur, razón por la que se ha impulsado una relectura histórica según la cual el Estado chileno habría ejercido un genocidio contra el pueblo selknam. Hasta hace muy poco, las personas mapuche o de ascendencia mapuche seguían siendo objeto de discriminación, al punto que en muchos casos preferían cambiarse el nombre. Solo las últimas décadas han transcurrido con un tránsito cultural de la vergüenza al orgullo y, así, pudimos ver como millones de banderas mapuches se enarbolaron durante el último estallido social.
Misma cosa ocurre con ciertas comunidades migrantes, que curiosamente terminan cargando cajas en el supermercado, sacos de papas en las ferias libres, recogiendo la basura, en los mismos lugares de la sociedad donde antes estuvieron los esclavos. Esto es racismo, y va acompañado de una política migratoria que para algunos expertos también es racista. Según ellos, el Estado está encarnando una política que, sobre la base de categorías instaladas en la sociedad, hace diferencia entre “extranjeros” e “inmigrantes”. Para los primeros, todo; para los segundos, nada. Y en este último grupo se encuentran las personas de países a quienes se les adjudican los colores de piel más oscuros, como Haití, Colombia y República Dominicana.
Sobre la base de estas consideraciones, podríamos hacer una larga lista de personas víctimas del racismo a la chilena, como George Floyd. Algunas de ellas han sido erigidas como símbolos, incluso. Los lamentables acontecimientos en Estados Unidos no solo deberían captar nuestra atención sobre lo que ocurre allá, sino también preguntarnos sobre el racismo que existe y sigue ordenando cotidianamente nuestras relaciones sociales, acá en Chile.