Hace unas semanas el Ministerio de Educación daba cuenta de un estudio que realizó en conjunto con el Banco Mundial, que buscaba medir el impacto que tiene en la educación el desarrollo de clases online, a causa de la pandemia. Desde el Mineduc se afirma: “Los estudiantes de nuestro país podrían perder en promedio un 88% del aprendizaje en un año”. Una reflexión que surge a propósito de esta afirmación, es: ¿Perder aprendizaje, en relación a lo que el currículum plantea que deben aprender?, en un año “normal”, en contexto presencial; ¿cuánto lograban aprender efectivamente?, ¿cuál es la evidencia que tiene el Ministerio de Educación para asegurar cuánto aprenden los estudiantes año a año?, ¿un 88% del aprendizaje de qué? ¿En comparación con qué?
Pero la pregunta más esencial es; ¿Qué estamos entendiendo por aprendizaje?, una primera noción la podemos encontrar en la Ley General de Educación que establece que la finalidad de la educación es alcanzar el desarrollo espiritual, ético, moral, afectivo, intelectual, artístico y físico de los estudiantes (LGE, 2009). Estableciendo claramente que el fin de la educación es la formación y desarrollo integral de niños, niñas y jóvenes. UNESCO viene desde hace más de dos décadas estableciendo que no es suficiente que la educación proporcione sólo las competencias básicas tradicionales, sino que también debe avanzar en entregar los elementos necesarios para ejercer plenamente la ciudadanía, contribuir a una cultura de paz y a la transformación de la sociedad. Ello a propósito de los desafíos de la educación para la vida en el complejo, cambiante e incierto siglo XXI. Ya en 1996 el Informe Delors presenta cuatro tipos de aprendizajes claves para determinar las competencias del siglo XXI; conocimiento, comprensión, competencias para la vida y competencias para la acción.
Si abordamos desde esta perspectiva lo que ha significado este período de pandemia para las comunidades educativas, podemos dar cuenta que no solo ha significado problemas y desafíos, sino que también nos ha entregado la oportunidad de aprender y reconocer como valiosos “otros” aprendizajes, que no siempre han estado tan presentes en el curriculum escolar. Comprender y valorar por ejemplo, las habilidades socioemocionales, la conciencia de cuerpo, de los sentimientos y las emociones, como parte importante del bienestar y la formación integral de niñas, niños y jóvenes. Aprendimos la importancia de mantener los vínculos con las y los estudiantes, de recoger y acoger el cómo están, cómo se sienten. Nos dimos cuenta que la escuela no es solo clases y contenidos, que no todo es cobertura curricular, que también es encuentro, amistad y que tal vez lo más valioso y esencial de la escuela es lo maravilloso que es relacionarnos, acompañarnos y apoyarnos.
Practicamos el trabajo colaborativo entre docentes y reconocimos su valor para innovar, buscar nuevas alternativas, fortalecer competencias pedagógicas y tecnológicas. Vimos lo importante que resultó tener información de todos los y las estudiantes. Como nunca vimos a docentes, asistentes de la educación y directivos buscando diversas estrategias para hacer seguimiento pedagógico y del estado emocional y familiar de todos los y las integrantes de la comunidad. Resituamos el aprendizaje como un proceso continuo y permanente, y que las condiciones están para que se desarrolle en la escuela, en la casa, en el barrio, en la sociedad.
A modo de conclusión, frente a la oportunidad de mejora que nos plantea el desafío de revisar lo que hemos aprendido, urge una política educativa que en vez de mirar lo que han dejado de aprender las y los estudiantes, ponga foco en identificar lo que estudiantes, familias, docentes, asistentes de la educación y equipos directivos han aprendido de lo que han hecho a partir de esta “nueva” experiencia educativa. Y como desde allí, académicos, investigadores, diseñadores de políticas públicas, contribuyan para avanzar hacia una nueva educación, una que reconozca eso que hoy surge como lo esencial de la vida en la escuela, el vínculo, la construcción de climas de confianza, el afecto, el trabajo en equipo y colaboración; propiciando de esta forma interacciones educativas que recuperen el bienestar y desarrollo integral de cada estudiante como máximas que articulen las decisiones curriculares, relevando así aprendizajes profundos, significativos, pertinentes y contextualizados.
1 Diario La Tercera, 25 de Agosto del 2020.
2 Artículo de Cynthia Luna Scott de UNESCO, que establece que los esfuerzos en materia de aprendizajes están en desarrollar habilidades y competencias que sean pertinentes para la vida actual y futura, es decir, que tengan validez en el Siglo XXI.
3 Ya lo establece el Estudio del PNUD y UNICEF “El papel de la Educación en la Formación del Bienestar Subjetivo para el Desarrollo Humano” Castillo y Contreras, 2014. Donde una de las principales conclusiones es la necesidad de revisar las definiciones de las bases curriculares en atención a la necesidad de favorecer una educación integral, que potencie diversos planos de la persona, se requiere una política curricular que resguarde una visión armónica del ser humano.
4 Rafael Bisquerra plantea la educación socioemocional como un proceso educativo continuo y permanente, puesto que debe estar presente a lo largo de todo el currículum académico y en la formación permanente a lo largo de toda la vida (Bisquerra, 2012).
*El autor es profesional Núcleo de Convivencia Escolar, Ciudadanía y Género Centro de Estudios Saberes Docentes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.