Durante los últimos días, un grupo de organizaciones sociales y de derechos humanos ha venido insistiendo en la necesidad de que haya una solución para los llamados presos de la revuelta. Se trata de una cantidad significativa de personas detenidas entre octubre de 2019 y marzo de 2020, acusados de distintos delitos, casi todos contra la propiedad. Con el paso de los meses, el intento por sistematizar esta situación ha llevado a constatar que entre ellos suele existir un patrón: se trata de personas de escasos recursos, jóvenes o adolescentes, que llevan más de un año en prisión preventiva sin que se les haya realizado un juicio, con acusaciones en las que suelen existir pruebas débiles. En muchos casos, los acusados, sin antecedentes penales previos y poco acostumbrados al infernal régimen carcelario chileno, han optado por declararse culpables a pesar de tener la convicción de su inocencia, para optar a una condena de pena remitida que les permita cumplirla en libertad.
A fines del año pasado, un grupo de parlamentarios presentó un proyecto para que se decretara un indulto a estas personas. En aquella ocasión, el debate finalmente no fructificó, quedándose entrampado en consideraciones como la supuesta mala redacción del proyecto de ley o el debate respecto a si se trataba o no de presos políticos. Pero como lo señaló en su momento la directora de Amnistía Chile, Ana Piquer, el punto no es si son o no presos políticos, sino que se trata de personas que se encuentran por demasiado tiempo en la cárcel, sin un juicio que pueda probar o descartar aquello de lo que se les acusa.
Sean o no presos políticos, el problema es político. Y lo es cada vez más en la medida que pasan los días, semanas y meses y estas personas se encuentran en una suerte de limbo institucional, privados de libertad, pero sin que se zanjen los cargos que se les imputan. Una situación que no resiste análisis y que, en opinión del sacerdote católico Felipe Berríos, tiene directa relación con la debilidad de las pruebas. Si así fuera, estaríamos dando cuenta de un absurdo todavía mayor.
El mismo Berríos ayer decía que, a diferencia del proyecto de ley al que hacíamos mención, que las organizaciones y familiares no piden indultos ni perdonazos, sino algo mucho más elemental y que es un derecho: que se hagan los juicios. Que se hagan. Que se presenten las supuestas pruebas en contra de los acusados y que sobre esa base se pueda hacer justicia. Lo contrario parece un castigo adicional, una recarga al Código Penal vigente contra estas personas por haber participado de las protestas, lo cual nos remite nuevamente al carácter político del problema.
Si bien nadie comparte las acciones violentas y todas y todos aspiramos a profundizar en la construcción de una sociedad que resuelva sus problemas de una forma pacífica, qué duda cabe que la palabra “estallido” alude a una energía largamente acumulada y no más soportable. Más allá de inocencias o culpabilidades, no es casual que los presos en una proporción significativa sean jóvenes y de escasos recursos. Aquello debería hacernos reflexionar. Y también es político.