Estación Central: un recorrido por la comuna a cinco años del boom de los guetos verticales

Las últimas elecciones municipales terminaron con más de dos décadas de dominio UDI en una comuna donde, según Joaquín Edwards Bello, se sentía el campo a principios del siglo XX, detrás de “la mole gris” que era el ferrocarril. Hoy, sin embargo, diversas agrupaciones vecinales ponen en duda la sobrevivencia de sus barrios y responsabilizan directamente a los dos últimos alcaldes de haber dado el puntapié inicial para lo que se conoce como el fenómeno de los “guetos verticales”.

Las últimas elecciones municipales terminaron con más de dos décadas de dominio UDI en una comuna donde, según Joaquín Edwards Bello, se sentía el campo a principios del siglo XX, detrás de “la mole gris” que era el ferrocarril. Hoy, sin embargo, diversas agrupaciones vecinales ponen en duda la sobrevivencia de sus barrios y responsabilizan directamente a los dos últimos alcaldes de haber dado el puntapié inicial para lo que se conoce como el fenómeno de los “guetos verticales”.

Valentina me dijo que la casa quedaba justo en la esquina de una de esas villas que fueron construidas para los trabajadores del ferrocarril. Tenía cinco dormitorios en ese entonces, dos baños, cocina gigante, antejardín y patio trasero, un solo piso y una plaza a la vista. Su madre, que había nacido y crecido ahí, fue por años la presidenta de la junta de vecinos. Por eso, en 2012, cuando la inmobiliaria arrancó con las obras en el potrero de cuatro canchas que daba a espaldas del barrio y en donde se jugaba La Velázquez —“la mejor liga de fútbol amateur de Santiago”—, fue también de las primeras que accedió a ver el piloto de las nueve torres que hoy componen el condominio Barrio Parque, ubicado hacia el lado sur de la Alameda, justo a espaldas del hospital de la Teletón.

—Llegó impactada por el tamaño del departamento. Quizás estoy especulando, pero habrán sido 20 metros cuadrados, con dos dormitorios, un baño y cocina enana. Recuerdo que me dijo: “no puedo creer que haya gente que viva en un departamento tan chico”. Era realmente una caja de fósforos. Igual nosotros después nos fuimos a vivir en una así; en una más grande, pero caja de fósforos al final.

Decido ir a buscar esa casa en plena cuarentena. Estoy a casi nada de cumplir dos meses viviendo en Estación Central, en una de esas torres que continuaron con el boom inmobiliario desatado a partir de las construcciones en el complejo deportivo Titán, en la villa Fernando Gualda. El edificio se llama Mirador Souper y le pertenece a la inmobiliaria SuKsa, quizás la más controversial desde que en 2017 el entonces intendente de la Región Metropolitana, Claudio Orrego, denominó al fenómeno en la comuna como los “guetos verticales”.

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Desde que llegué, he pedido a algunos amigos que viven o vivieron aquí un listado de sus lugares favoritos para visitarlos aprovechando la franja deportiva que el Gobierno ha decretado entre las seis y las nueve de la mañana. Valentina Franco —historiadora y residente en la comuna desde que tuvo uso de razón hasta los 19 años— me ha enviado su top cinco, que culmina con la casa que le perteneció a su abuelo y que fue vendida a un concejal comunista a finales de 2013.

“Actualmente, la Estación Central es soberbia”, señaló Joaquín Edwards Bello en su obra “El roto”, de 1920 y reescrita hasta la muerte del autor en 1968, una suerte de crónica ficcionada en donde los protagonistas son la gente que habitaba la comuna, en el auge de lo que llamó “la mole gris del ferrocarril”, a principios del siglo XX. “Se adivina que el barrio es nuevo, de esos que brotan como setas en las ciudades de América (…) Se siente el campo; se nota que el contacto con la parte verdadera de la capital es escaso”.

A veces, cuando subo al piso treinta de mi edificio, me imagino a Edwards fumándose un cigarro frente al reloj inmenso de la estación y observando al barrio detrás de los rieles, obnubilado hoy por un centro comercial con un terminal de buses en el segundo piso. ¿Qué escribiría si es que subiera aquí a la media tarde y viera que la sombra es capaz de traspasar un galpón, condenado a convertirse en torre algún día, atraviesa las dos vías de la General Velásquez e incluso a las casitas de un piso del barrio que aún sobrevive previo al ferrocarril?

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En ese entonces, el cronista porteño anotó: “La gente tiene un sello propio, característico; es recia y áspera como el ají verde y la cebolla cruda; con la piel tostada por el sol que preside las fiestas del buen chacolí, del rico mote y la fruta sabrosa”. Pero en esencia, esto quizás no ha cambiado. Basta con sentarse unos minutos en la recepción del Mirador Souper cuando apenas amanece. La gente que atraviesa los torniquetes instalados para el control de las visitas no lleva calzas de lycra ni zapatillas deportivas, usan chaquetas con logotipos corporativos bordados en el pecho, mamelucos y mochilas repletas. Un tipo con un cooler rodante le ofrece empanadas como desayuno a los conserjes. Afuera, la venta informal en carritos que llevan pintados los colores amarillo, azul y rojo, empieza aún más temprano, y las filas se acrecientan en tiendas de nombres como Ricuras Paisas, La Zuliana o El Patio Zuliano.

“Un barrio de fronteras” es lo que para el periodista y profesor de historia, Volker Gutiérrez, fue siempre Estación Central. Marcada desde 1857 por las oleadas migratorias del centro sur del país hacia la capital, la motivación era el auge económico que podía tener la irrupción del ferrocarril como medio de transporte. Este fenómeno, según el también director de Cultura Mapocho, generó cambios en el sector, que incluyeron, por un lado, el desarrollo de conjuntos habitacionales, y una vez instaurada la comuna en 1985, en plena dictadura, la explosión comercial que perdura hasta nuestros días.

—Cuando los migrantes llegan en procesos más o menos masivos sí generan cambios en el territorio al cual arriban, generan un paisaje urbano heterogéneo con dos resultados contrapuestos. En términos positivos, generan colorido y sabor porque la migración es una forma de aportar al crecimiento cultural local. Pero desde el punto de vista negativo, lo que ha ocurrido en Chile y Santiago es también la profundización de una fragmentación, una división casi por categorías que ya existía en la ciudad desde antes que llegaran las últimas oleadas de migrantes.

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Otra amiga, que nunca vivió en Estación Central, pero que en 2017 desarrolló un reportaje sobre los guetos verticales en la comuna, me contó una vez que para su investigación, junto con un colega se hicieron pasar como pareja en búsqueda de un departamento en uno de los edificios de los más de 100 que, para ese entonces, contaban con la venia de la municipalidad. Él dijo que era ingeniero; ella, abogada. Ambos recién egresados de la Universidad Católica arrendarían por primera vez un departamento. Pero la respuesta que recibieron de parte del agente inmobiliario fue que ésta no era una comuna para ellos, que les aconsejaba otras opciones y que él mismo podría mostrárselas.

¿Para quienes entonces fueron levantados los edificios que se roban la postal hacia el poniente en la Alameda? ¿Fueron estas moles las que nos trajeron o fuimos nosotros, los migrantes, quienes propiciamos el negocio? No hay mucha gente andando en la avenida cerca de las siete de la mañana, solo autos, buses y micros que cortan el viento a toda máquina. Las construcciones de fachada continua y que sobrepasan los veinticinco pisos están concentrados entre las estaciones de metro de San Alberto Hurtado y Las Rejas. A la salida de Ecuador, a la mitad del camino, está también el edificio de la clínica Bicentenario y del hospital de la Teletón. Más abajo, desde la estación Las Rejas, las torres hacia lo que son las comunas de Pudahuel y Maipú parecen salpicadas, como los enormes reservorios de agua que abundan en la zona. El lado sur del metro colinda con la avenida Rosas Velásquez, que tiene una clásica tienda de artículos de construcción en una esquina, seguida de un letrero de la cadena Blockbuster, sobreviviendo al costado de una ventana con prendas puestas a secar al sol. Hacia el norte hay un centro comercial, que fue el primero inaugurado aquí después de los negocios que rodean el ferrocarril, y también la Torre Alameda.

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Ese edificio, recuerda Valentina, fue por años una de las construcciones con mayor altura en el sector. Después, les seguían los condominios color pastel y de no más de cinco pisos que conformaban la villa Japón o los que están detrás de la avenida 5 de abril. En 2010, poco antes de que dejara la comuna para mudarse a un departamento en Santiago Centro, se inauguró el Espacio Urbano en una esquina de la Alameda con la avenida Rosas Velásquez (ex Las Rejas Norte). Los domingos, recuerda, se acostumbró a salir con su abuela a mirar ropa en La Polar o a comer papas fritas en el McDonald’s del patio de comidas. “Fue un cambio brusco para la villa. Antes, había que ir hasta el mall de Maipú o a las tiendas de la Estación. Teníamos que tomar micro para ir al supermercado más cercano o a comprar ropa”.

Las casas de la Villa Fernando Gualda, hacia el lado sur del metro Las Rejas, fueron entregadas en la década de los sesenta a los trabajadores ferroviarios a través de un subsidio estatal y un ahorro común que para muchos significó su primera propiedad en la capital. Similar sucedió en otras villas aledañas, como la Japón, de finales de los sesenta, y cuyas calles llevan nombres como Nimbus, Protón, Cosmos y Titán. La Villa Francia, construida a principios de la siguiente década en lo que fue el Fundo San José de Chuchunco. O la Villa Nogales, levantada con fondos del seguro obrero, quizás el último sistema de previsión social que tuvo el país.

—Recuerdo haber celebrado navidades en la villa. Nos juntábamos en la plaza del medio, alrededor las casas. La plaza es lo que une la villa. Han sido celebraciones en donde se les regalaban cosas a los niños, y sucedía igual para la pascua de resurrección. Pero cuando empecé a crecer, a los quince años quizás, ya la cosa había cambiado porque había mucha gente mayor que falleció, entre ellos mis abuelos, y las casas se vendieron —dice Valentina.

Cuando esto sucedió, muchas de las personas que compraron los primeros departamentos en el condominio Barrio Parque, ubicado a espaldas de la villa, eran hijos de los dueños de las casas en la zona que ya no podían continuar cubriendo sus costos y preferían apostar por un departamento. Las torres allí distan bastante, en forma y tamaño, de lo que más tarde se conocerían como “guetos verticales”. Pero lo que mató en la villa va más allá de la sombra hacia las bandas o sus escasos metros cuadrados.

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Camilo Quiroz, residente de la villa Japón y futbolista aficionado en diferentes clubes del barrio, recuerda que cuando niño participaba los fines de semana en el campeonato infantil de La Velázquez. Una liga tan buena que llegó a tener dos divisiones: dieciséis clubes en primera y dieciséis en segunda, incluidas dos series extras para niños.

—Nosotros jugamos una final contra un equipo de la población Los Nogales que se llamaba 56 Unido. La cancha estaba repleta ese día, siempre me acuerdo de eso aunque era chiquitito. El equipo contrario trajo en un camión a una banda tropical en plena final. Abrieron el remolque y tocaron ahí en vivo. Fue la media volada, por eso significó mucho para la villa cuando se vendió el terreno. Hasbún mató al deporte en esta comuna.

En 2006, cuando Gustavo Hasbún, alcalde UDI de la comuna entre los años 2000 y 2008, vendió el terreno del complejo deportivo Titán, los vecinos de la Agrupación Defensa de Barrios de Estación Central acusan hasta hoy que les prometió se destinarían a la construcción de nuevas áreas recreativas. Pero lo que terminó sentenciando, según asegura el presidente de dicha organización, Alejandro Verdugo, fue el experimento de la construcción en altura en una comuna de calles angostas y que pese a tener sectores comerciales y acceso a puntos clave en materia urbana, como las estaciones de metros, no estaba preparada para recibir, en casi una década, habitantes para 58 mil departamentos.

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Verdugo, que en julio cumplirá 74 años, recuerda cuando hace poco menos de una década, después de la venta de las canchas de Titán, diversas inmobiliarias empezaron a ofrecer irrechazables montos a los vecinos por sus casas del lado norte a la Alameda, entre los metros Ecuador y Las Rejas. La comunidad, dice el dirigente, nunca imaginó la altura que llegarían a tener los edificios. En 2017, el intendente Claudio Orrego, se fijó justamente en uno que quedaba en ese barrio, casi al frente de la Torre Alameda. Tenía 24 pisos. Impensado para lo que hasta entonces era Estación Central. El hoy candidato a gobernador de la Región Metropolitana le puso nombre al fenómeno. Desde ese día los medios, la academia, la gente, les llaman los “guetos verticales”.

—Fue un nombre colocado para resaltar todo lo negativo que conllevaban esas construcciones. No lo veo de forma peyorativa, pero en mis clases, cuando abordo ese tema, hablo de los “conventillos contemporáneos”, justamente por los vínculos con esos precarios conjuntos habitacionales que se extendieron por la ciudad a inicios del siglo XX, sobre todo en Estación Central.

A lo que se refiere Volker Gutiérrez es a las zonas rurales en la propia capital y a la que prácticamente era empujada la clase trabajadora que llegaba motivada por el desarrollo de algunas industrias. Un detalle que, si bien en la forma ha cambiando, en el fondo, mantiene el mismo espíritu de segregación que gira en torno a los guetos verticales. No se trata de un tema menor en el país. Tres de las alcaldesas de oposición elegidas en las últimas elecciones municipales han manifestado que se requiere de una revisión de los permisos de construcción mucho más detallada, como un primer paso para terminar con este fenómeno. Incluso, un día posterior a las elecciones, El Diario Financiero publicó una nota titulada: “Inmobiliarias bajo la lupa de las nuevas alcaldesas de Santiago, Ñuñoa y Viña del Mar”.

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En el caso de Estación Central, según el académico de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile y expresidente del Colegio de Arquitectos, Alberto Texidó, se ha generado tal visibilización del problema —con más de 40 proyectos detenidos, un dictamen de Contraloría que declara ilegales las construcciones de fachada continua en dicha comuna y que fue aseverada posteriormente por la Corte de Apelaciones— que es imposible soslayar los serios cuestionamientos hacia una industria inmobiliaria “que busca la máxima rentabilidad sin comprender bien los impactos que hay sobre los habitantes que llegan al lugar y el entorno”.

—No es que se haya incentivado su repetición en otros lugares, sino que una normativa metropolitana coincidente permite entender que la inversión en la ciudad va a exigir rangos de seguridad y calidad en la edificación que hacen ver en los guetos verticales un experimento inadecuado, que debemos remplazar por viviendas bien diseñadas y correctamente corregidas en sus impactos —explica Texidó.

Alejandro Verdugo, pese a asegurar que la ley es clara respecto de una edificación que fue realizada con un permiso municipal mal emitido, y que ordena su demolición, no cree que esto vaya a pasar en Estación Central, principalmente porque no hay ningún antecedente de una situación similar. A Valentina Franco también le pregunto sobre si cree que en un futuro estas moles terminarán hechas polvo, y responde con un contundente no, al menos en el corto plazo.

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—Creo que esa situación no va a cambiar ahora ni en diez años. Más aún con la llegada de migrantes. La ciudad está creciendo mucho, aunque ahora hay mucha gente yéndose al sur, a regiones. Yo tengo muchos excompañeros del colegio que se han ido a vivir al sur o a la playa. Todo por efecto pandemia. Hay mucha gente emigrando a regiones, y también quizás ocurra lo mismo que en Santiago, un boom inmobiliario.

Después, le digo que encontré su ex casa también, que tiene toda la fachada revestida en madera y que apenas se notan las plantas del antejardín. La que le sigue, la de su vecino, que me dijo era miembro del Ejército y el único de derecha en todo el barrio, sigue teniendo un mástil en la entrada para izar la bandera. En la plaza han pintado un mural con el dibujo de lo que parece ser un ferrocarril y las calles están tapizadas por propagandas que anuncian la reelección de Gustavo Hasbún. En la parte posterior de la casa a la que no vuelve desde el 2015, además, hay un cartel con el rostro de Daniel Jadue y un candidato a concejal en la comuna. Ya no existe el minimarket que me dijo era de la señora Marina. Hay otra casa solamente, con una mecedora en la entrada y el jardín completamente techado. No es por el sol seguramente: la sombra del edificio de al frente le cae como un golpe.

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Fotografías de Eduardo Andrade.





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