Hagámoslo en serio

  • 27-05-2021

La salud mental de los chilenos ha estado en la agenda política reciente a propósito de cifras que han reflejado un empeoramiento del bienestar en el país. En efecto, durante los últimos días se hizo pública una resolución emanada desde la Cámara de Diputadas y Diputados, la cual solicita que el Presidente de la República “instruya a los ministros de Salud y de Hacienda gestionar, de manera expedita, un incremento significativo en tratamientos de salud mental, tanto psicológicos como psiquiátricos”. Dicha resolución fue aprobada de forma unánime por la cámara. La iniciativa no contempla ningún otro requerimiento, salvo el incremento de prestaciones y el financiamiento de éstas.

Frente al escenario actual, cualquier aumento presupuestario en salud mental es una buena noticia ante la precariedad del financiamiento que sufre este postergado sector. Sin embargo, cuando se anteponen elementos “objetivos” y concretos como respuesta ante la complejidad de la vida y realidad de los sujetos, se corre el riesgo de simplificar un debate mucho más amplio que la sola disponibilidad de mayores recursos. Centrar la discusión en más tratamientos de salud mental es una mirada reduccionista respecto de la multicausalidad de este fenómeno, pues invisibiliza las precariedades de nuestro sistema de vida y hace creer a las personas que sólo con acceso a tratamiento se resolverán sus problemas de salud mental, pero ¿Resuelven los tratamientos psicológicos y/o psiquiátricos aquello que está a la base del malestar subjetivo?

La baja cobertura de acceso a tratamiento que tienen las personas en Chile (sólo un 19% según la nota de prensa del parlamento), se arrastra desde mucho antes de la Pandemia. ¿Es la resolución de esta brecha lo que va a mejorar lo que las cifras nos están mostrando?. Claramente no. La salud mental de los chilenos y chilenas es la consecuencia de un sistema de vida altamente precario, que genera desprotección, desigualdad y segregación, es una forma de vida que promueve malestar, sufrimiento y alienación. Al estrés físico y psicológico producto de la pandemia, y en particular del confinamiento, debemos agregar la desigualdad económica, la mala alimentación, el desempleo, la discriminación, los contextos sociales y urbanísticos adversos. La pandemia sólo ha develado y agudizado una forma de miseria que se traduce en problemáticas de salud mental.

Entonces, el mensaje que recibimos es que el aumento de presupuesto para tratamientos de salud mental aliviará esa cadena de determinantes de las cuales nadie ha hablado con seriedad aún. Sin ir más lejos, hace algunas semanas, el mismo Congreso Nacional despachó una Ley, mal llamada “Ley de Salud Mental”, que enfatizó elementos regulatorios y específicos sobre la atención de salud mental, dejando fuera de la discusión legislativa la participación real de la comunidad. Se convierte así, en una ley poco representativa que perdió la posibilidad cierta de abrir la discusión sobre el rol del Estado en el bienestar y la salud mental de los chilenos y chilenas. Una de las formas de operar del modelo que intentamos dejar atrás es la fragmentación de los sujetos y el rompimiento del tejido social como forma de dominación, donde la salud es un elemento único e individual, tanto en su génesis como en su recuperación.

Esta propuesta de aumento de financiamiento debe considerar a la comunidad y a todos los sectores del Estado si no queremos que se convierta en un esfuerzo inútil. En un país con tantas necesidades, no podemos seguir haciendo más de lo mismo.

Marcela Villagrán – Psicóloga
Juan Andrés Reyes – Psicólogo
Álvaro Aravena – Psiquiatra
Directiva Sociedad de Salud Mental Comunitaria de Chile

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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