Hace pocas horas fueron liberados, absueltos de todos los cargos que se les habían imputado, Leonardo Quilodrán en el Sur y Kevin Godoy en el Norte. Es esperable que los lectores no sepan quiénes son. Leonardo Quilodrán es un pescador artesanal de Coronel detenido desde el 23 de Octubre de 2019 y que, por lo tanto, se encontraba privado de libertad hace un año y medio, por el solo hecho de haber publicado municiones que funcionarios de la Armada usaban para enfrentar las manifestaciones en Coronel. En tanto Kevin Godoy, quien cumplió 20 años de edad en la cárcel, donde estuvo 15 meses, se encontraba detenido acusado de provocar heridas de bala a Carabineros, a pesar de que la Defensa hizo una contundente argumentación, con videos incluidos, que demostraban el joven no tenía posesión de ninguna arma de fuego que pudiera producir ese tipo de daño. Para él la Fiscalía pedía 10 años de cárcel.
Ninguno de ellos dos está en la portada de hoy en ningún medio de comunicación, salvo junto con alguna otra excepción el diario electrónico de Radio Universidad de Chile. No son ni siquiera noticia. No tienen importancia para el Colectivo, pero de todos modos o quizás por lo mismo nos hacemos estas preguntas ¿Quién se va a hacer responsable de haber tenido a estos dos jóvenes encarcelados por todo este tiempo, sin ninguna prueba, al principio de su vida adulta? ¿Quién les va a borrar el paso por la cárcel, que citando el libro de Rimbaud es lo más parecido a Una temporada en el infierno que se puede encontrar en Chile? ¿Quién vendrá con disquisiciones técnicas respecto a si debe haber o no indulto, si son o no son presos políticos, si son 60 o 600? Desde el inicio del Estallido Social, los llamados presos de la Revuelta son una de las grandes heridas colectivas. Estimamos que, a estas alturas, es insostenible el argumento que se trata de un tema meramente judicial y no político. Primero, porque las circunstancias en las que fueron detenidos son políticas. Segundo, porque hay un patrón que se ha ensañado con los jóvenes y con los pobres, como en estos dos casos. Y tercero, porque ni siquiera se puede argumentar el debido proceso, puesto que ha primado el absurdo, para algunos extensible al conjunto del sistema de justicia, para otros específicamente en estos casos, en que la prisión preventiva prolongada opera como una condena penal de facto, sin serla.
Hablar de presos de la revuelta es una buena forma de resumir, pero esconde las especificidades, los caso a caso, cada uno de los dramas. Personas que se han declarado culpables, a pesar de ser inocentes, con el solo propósito de recibir una pena abreviada que les permita salir de la cárcel. Adolescentes que en su desesperación han hecho huelgas de hambre y, literalmente, se han cocido la boca para no ser obligados a ingerir alimentos. Jóvenes que han intentado suicidarse en la cárcel. O madres que se han reunido periódicamente en plazas o en el frontis de las iglesias, como lo hacían en Argentina y Chile las madres de los desaparecidos, para pedir la liberación de sus hijos.
Detrás de cada una de estas personas y sus seres queridos hay una tragedia biográfica que, al conocerse y madurarse, da más sentido a la solicitud de un grupo de constituyentes de buscar una solución política antes del inicio de la Convención. No se pide impunidad ni se puede imputar un atentado contra la separación de poderes del Estado, cuando la demanda es sencilla: que termine la aberración ilegal y estatal de las prisiones preventivas interminables, que constituyen un atentado grave contra el debido proceso. En los hechos, un castigo por el hecho de protestar.