Mientras la mayoría de los chilenos se aferra a las expectativas asociadas al trabajo de la Convención Constituyente, el aquí y ahora se impone con la inscripción ante el Servel de los nombres que estarán en la papeleta de las elecciones presidenciales. Y aunque en enero pasado, la investigadora Kathya Araujo se lamentaba de que “la política volvió al electoralismo y no tenemos ningún proyecto para el futuro”, la realidad resulta más compleja. Mucho se habla de un nuevo ciclo (idea que ya sirvió para alumbrar el segundo advenimiento de Bachelet) pero, en lo concreto, Chile transita por dos carriles superpuestos y de difícil sincronía: el del mañana, en un proceso de prefiguración de un nuevo pacto político y social y el de la contingencia, marcada por los votos que se recaben en las urnas.
En este segundo aspecto, los comandos avanzan febrilmente en la conformación de equipos técnicos (esa danza mediática de nombres que anticipa elencos gubernamentales) con la finalidad de acometer la elaboración de sus programas. Estos han devenido en listados o “check list” de corte generalista para adaptarse a la personalización, la desideologización y la importancia de lo local que estudiosos de los partidos ya detectan desde fines de los sesenta.
Sin embargo, y más allá del peso específico que se le asigne dentro de la estrategia de una campaña, la todavía corta historia electoral muestra una cosa: que es más difícil reconocer el protagonismo del programa luego de una victoria que fácil adjudicar la derrota al papel que jugaron las ideas (o más bien la falta de ellas) en la debilidad de una candidatura. Posteriormente, como parte de un ritual ya conocido, se trata de exorcizar el fracaso electoral intentando un rearme donde también el marketing ha ido ganando terreno. ¿La fórmula? La puesta en escena de congresos ideológicos.
Aunque ningún spin doctor aconsejaría salir a buscar votos sin programa un bajo el brazo, algunos analistas reducen su necesidad para los comicios de noviembre. Tal es el caso de Mauricio Morales, para quien el resultado “se jugará más en el área de los atributos que en el sostén programático”. Por su parte, Jorge Schaulsohn sostiene que el futuro del país “se juega en la Convención Constituyente” puesto que asistiríamos a una “revolución constitucional” en curso. Frente a ello, “lo más importante es saber lo que cada candidato piensa frente a las reformas que están sobre la mesa”.
Desde esta segunda perspectiva, estaríamos asistiendo a un indicador más de lo que he denominado “la constitucionalización de la política”. Por tal, hago referencia a que muchas decisiones de política contingente resultan diferidas ilimitadamente, a la espera del resultado del proceso constituyente, al tiempo que el órgano llamado a redactar una nueva carta fundamental, la Convención Constituyente, conforma comisiones, adopta decisiones y formula declaraciones de política contingente, muchas veces escasa o nulamente relacionadas con la reformulación de las reglas del juego que de ella se espera y que resultan clave para recuperar la quebrantada confianza en el sistema.
Lo anterior supone -al menos en el corto plazo- un jarro de agua fría para quienes postulan la importancia de la dimensión programática para frenar ese declive de los partidos que ayuda, a su vez, a explicar el avance de autocracias en muchos países. En “La política al encuentro de las políticas. El surgimiento de los partidos programáticos” se plantea que los partidos políticos que poseen cualidades programáticas “representan mejor a los diversos grupos de la sociedad mediante la agregación de sus preferencias y porque actúan en función de los intereses de tales grupos; son, por lo tanto, responsables de rendir cuentas ante los ciudadanos por esos motivos”. Es por ello que son vistos, desde un plano normativo, como antídoto contra el clientelismo y la corrupción.
Que los candidatos presidenciales vean condicionadas la elaboración de sus programas al ritmo y contenidos que pudiera marcar la Convención Constituyente resulta problemático si consideramos las bondades que, de acuerdo a Luna Ronsenblatt y Toro (2014), son portadores dicha modalidad de partidos: “un conjunto de posiciones políticas que constituye un programa político bien estructurado y estable, por el cual se conoce públicamente al partido; coherencia y acuerdo interno acerca de esa gama de posiciones sobre políticas; el compromiso y la capacidad de cumplir al menos algunas de sus promesas programáticas clave cuando arriban a posiciones de poder y un programa partidario que constituye el elemento crucial de sus formas de atraer y comprometer a sus miembros”.
¿Más razones para añorar esa dimensión programática crecientemente diluida? Ahí está el caso de la llamada Lista del Pueblo, a punto de estallar en un virtual “big bang”. Nacida como crítica a la política partidista realmente existente, acumula en tiempo récord fraudes y divisiones internas que se explicarían-entre otros factores-por “la carencia de un proyecto programático consistente”.
Como nadie sabe para quien trabaja, una iniciativa que permitió la organización estratégico-electoral de un grupo de independientes para acceder a la Convención Constituyente, podría tener un impacto inesperado: terminar por hacer buenos a los partidos.
María de los Ángeles Fernández Ramil
Analista política y doctora en Ciencia Política