El Estado de Chile mantiene una deuda con sus pueblos en materia de reparación integral, especialmente por aquella requerida desde el Estallido Social de octubre de 2019, en que el número e intensidad de estas vulneraciones aumentó de manera alarmante, por la decisión del gobierno de Sebastián Piñera de contener las movilizaciones sociales mediante una brutal e indiscriminada represión estatal. A casi dos años, esa deuda aún no ha logrado ser cuantificada, ni la problemática de la reparación integral ha sido correctamente abordada por la actual institucionalidad de Derechos Humanos (DDHH).
No existe una cifra o catastro oficial y actualizado de las personas vulneradas en sus DDHH desde octubre del 2019 hasta la actualidad. Desde marzo del año 2020, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) dejó de contabilizar en sus informes a las víctimas agredidas con resultado de trauma ocular (VTO) en particular, como también a toda persona con cualquier otro tipo de lesión, en general, incumpliendo así con su deber de observación y denuncia de las violaciones a los DDHH. Por otro lado, incluso en los casos en que las personas vulneradas han recibido algún tipo de reparación, ésta no ha tenido el carácter de integral que establece el derecho internacional, ya que las actuales políticas públicas de reparación no contemplan las diversas dimensiones del daño provocado en estas personas y en sus familias, con ocasión de las acciones y omisiones del Estado.
Esta lógica se condice tristemente con una débil política estatal para la reparación del daño ocasionado por las múltiples y sistemáticas violaciones a los DDHH perpetradas en dictadura, develando un trasfondo mayor: la institucionalidad chilena NO reconoce a las personas como víctimas de violencia política por parte de agentes del Estado. Por ende, tanto desde el “retorno a la democracia” como durante estos dos años de revuelta popular en Chile, los pocos programas que emergen con la finalidad de reparación, se enfocan en abordar los efectos de una situación traumática particular como un problema meramente individual, omitiendo que el trauma tiene un alcance psicosocial, que se origina y sostiene desde las relaciones sociales entre las personas, comunidades, las instituciones y el Estado. La vivencia del trauma no refiere sólo al tipo de vulneración a los DDHH y sus efectos, sino que implica comprender su contexto sociocultural.
En el caso chileno, la experiencia de la dictadura, como de la reciente revuelta social de Octubre 2019, e incluso de movilizaciones sociales que ya habían tomado visibilidad durante los años previos al estallido (movimiento estudiantil y por la educación, movimientos feministas y de disidencias, reivindicación de y soberanía para los pueblos originarios, entre muchos otros), devela cómo el Estado y sus instituciones dieron continuidad al modelo consolidado en dictadura, materializado en desigualdad, abusos sistemáticos, desprecio de cualquier iniciativa o acción colectiva de resistencia y de transformación, focalizando allí la mantención y actualización de las violaciones a Derechos Humanos. En ese marco aparece la impunidad, evidenciada cuando el Estado omite cumplir con su deber de investigar, juzgar y sancionar a quienes resulten responsables de violaciones a Derechos Humanos, pese a que existan pruebas tanto de la participación de los agentes como del daño provocado en las víctimas; y por otro lado, cuando se realiza o se consiente la obstrucción del derecho de los familiares a saber la verdad sobre lo ocurrido.
La impunidad se constituye como un factor que ha perpetuado el trauma psicosocial, obstruyendo su elaboración y facilitando su transmisión transgeneracional, desde los años de la dictadura y durante las últimas tres décadas, hasta la coyuntura reciente de levantamiento social en Octubre 2019. Sin que aún se garantizara un real esclarecimiento de los hechos y justicia para muchas personas victimizadas (directa e indirectamente) en tiempos de dictadura e incluso en los años posteriores a la transición democrática, el estallido deviene en la peor crisis de Derechos Humanos de nuestra historia democrática. Nuevamente el Estado es responsable, por acción y omisión, de múltiples atropellos a los Derechos Humanos, lo que incluye a todas las personas agredidas con resultado de trauma ocular (VTO), y las consiguientes afectaciones en su vida cotidiana y su entorno más próximo.
Por todo lo ya mencionado, la sensación de indignación y de injusticia social no proviene sólo de las consecuencias traumáticas en las personas vulneradas y su entorno próximo, de por sí muy graves, sino también de las motivaciones políticas tras la sistemática represión de la protesta y movilizaciones en distintos espacios, que señalan desprecio por las necesidades, descontentos y luchas de vastos sectores de la población, en pos de resguardar un orden social cuya desigualdad estructural solo beneficia y acomoda a unos pocos. El dolor y la desesperanza no se agotan solamente (en el caso de personas VTO) en la lesión ocular, ya que la médica no es la única dimensión del trauma por reparar. Lo que duele tanto y más es encarnar, de forma irreparable, el “plomo que se recibe por solo pedir pan”. Duele vivir entre tanta desigualdad y abuso; duele recibir un disparo solo por creer en un Chile más justo y sumar a esa esperanza colectiva; duele la impunidad que me afecta a mí y a tantos/as/es más; duele cómo la omisión del Estado invita al olvido de por qué yo y tantos/as/es más cargamos con las heridas no solo nuestras, sino de todo un pueblo históricamente despreciado pero, a su vez, resiliente.
A dos años de la revuelta popular chilena, es imperativo que las voluntades organizadas en distintos espacios por la promoción y defensa de los Derechos Humanos, hagamos oír un llamado a conmemorar. Esto es, a “hacer memoria juntos”, a instalar la memoria colectiva como un derecho social. La reparación integral de las personas y comunidades, se hace completa y posible en tanto la organización y solidaridad popular instituyen su reconocimiento social como sujetos de derecho. Ello incluye reconocer y promover las diversas formas colectivas para hacer memoria desde distintos sectores de la sociedad (agrupaciones de víctimas y familiares, organizaciones y movimientos sociales, territorios y comunidades locales), para efectos no solamente de recordar, sino de dar sentido en el presente a los recuerdos de una experiencia particular y al mismo tiempo social: ¿Qué estamos conmemorando? ¿Por qué es importante conmemorar? ¿Para qué conmemoramos?
Más que siempre, se hace necesario que las voluntades y organizaciones comprometidas por incluir los Derechos Humanos de forma transversal en los valores culturales de nuestra sociedad, nos hagamos parte de la conmemoración de un nuevo Octubre, de defender el pleno reconocimiento de las personas y grupos vulnerados ayer y hoy, de abogar por la responsabilidad social de situar la memoria colectiva como un derecho. Solo así, desde los sentidos que tiene “hacer memoria juntas y juntos”, podemos mantener plena conciencia de los abusos y perjuicios que como sociedad no queremos que se vuelvan a repetir en nuestra historia democrática, como también de lo que sí queremos que se haga costumbre en nuestro porvenir: dignidad, respeto irrestricto a los Derechos Humanos, memoria colectiva y justicia social. Saludamos y acompañamos el legítimo derecho a conmemorar un segundo año de la revuelta popular. Por la reparación, verdad y justicia que aún se adeudan para los pueblos, por el Chile digno y soberano que aún nos debemos.