Después del debate presidencial y antes del próximo domingo

  • 16-11-2021

Cuando hay mucho en juego, como ocurre en el último debate antes de una elección, los candidatos suelen ser muy prístinos en cómo ven su propia posición y las ajenas, con un corsé que no deja espacio al azar. Quien se sienta en el primer lugar, tratará de pasar desapercibido, como Boric; quien no tenga nada que perder, disparará en todas direcciones, como Marco Enríquez-Ominami; quien quiera parecer por encima del bien y el mal, tendrá un discurso maternalista, como el de Yasna Provoste; quien no postula para ganar sino para usar una tribuna, dirá lo suyo a tiempo y sonriente, como Artés; quien intuya la derrota y se sienta libre del resultado, optará por un tono testimonial, como Sichel; y quien sostenga su candidatura en las frágiles ilegitimidades de la laxitud con la verdad, la persecución a la diferencia y la discriminación, se sentirá nerviosamente descubierto en público, como ocurrió con José Antonio Kast. Sobre Franco Parisi, que no estuvo desde el primero hasta el último debate presencial, solo habría que decir que la sola aparición de su nombre en el voto obliga a pensar las exigencias para optar a un lugar tan honroso como ser candidato presidencial.

Respecto a Kast, quien es señalado como una suerte de supuesto milagro electoral que habría aumentado vertiginosamente en las preferencias de votos a lo largo de la campaña, fue, por lejos, el más inconsistente en los argumentos, el menos conocedor de su propio programa, el más ignorante sobre asuntos básicos como las proyecciones macroeconómicas y, por último, el más agresivo con los demás candidatos y con los periodistas, especialmente las mujeres. Su aparición con una bandera cubana, al principio del debate, es probablemente el gesto más demagógico, improcedente y poco serio que hemos visto en todos los debates, además de reproducir la pulsión pinochetista de ver cubanos en todas partes, como ocurrió con el espurio invento del Plan Z que se usó como justificación para el golpe militar y para asesinar chilenos luego del 11 de septiembre de 1973. La candidatura de Kast es, en resumen, no solamente un fuera de juego respecto a la democracia por lo que dice su propio programa, sino un grave error táctico para una derecha que podría triunfar con una caricatura violenta, pero no con un proyecto.

Es comprensible que esta elección produzca desasosiego, porque ocurre después de un estallido social, en una pandemia y en un proceso constituyente. Y además porque ningún candidato da con ese estándar de quienes se han sentado en el sillón presidencial: Boric no es lo suficientemente viejo, Provoste tiene origen diaguita y no proviene de la élite, Sichel no tiene nada que ver con el tronco tradicional de la derecha y Kast es como ver la serie Los 80. Pero es el paso adelante que, de alguna manera intuitiva primero y en forma de estallido después, la sociedad chilena está dando para superar un ciclo que se volvió interminable, con la conformidad transversal de quienes se vieron a sí mismos como la clase política, la única que sabía gobernar mientras el resto del país los miraba complacientes.

Anatel ha terminado. Ya no quedan más debates y luego de que se han apagado las luces, las cámaras y los micrófonos, solo podemos agregar dos cosas: primero, que vaya a votar y no deje que una minoría ponga en La Moneda a quien no representa genuinamente la voluntad del Chile actual; y segundo, que vote lo más informadamente posible. Es el gesto de mayor responsabilidad y compromiso que cada ciudadano y ciudadana puede hacer en favor, o defensa según sea su análisis de las circunstancias, de la democracia.

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