Con este título, Editorial Catalonia me acaba de publicar un libro sobre el tema. La idea ha sido delinear lo más exactamente posible las dimensiones del fenómeno y buscar sus raíces históricas más profundas para lograr comprenderlo y poder aportar en la superación lo más pronta posible de este gravísimo problema.
Lo más grave del problema es el alcance mundial que ha adquirido, tanto la profusión de casos de pedofilia eclesiástica en las últimas décadas como, sobre todo, las desastrosas políticas vaticanas y de la generalidad de los episcopados y congregaciones religiosas del mundo en ocultar los delitos y proteger a sus autores. En definitiva, la jerarquía eclesiástica ha desarrollado sistemáticamente una defensa corporativa que lo único que ha logrado es aumentar exponencialmente el daño de sus víctimas y, al mismo tiempo, socavar quizá como nunca antes la autoridad moral de la propia Iglesia e introducir un injusto y cruel manto de sospecha sobre la generalidad de los sacerdotes y religiosos del mundo.
En el libro se hace un esfuerzo por detallar lo más posible los alcances mundiales del fenómeno, buscando los datos más actuales posibles provenientes de libros publicados; de fuentes periodísticas y judiciales; de organizaciones de víctimas; de comisiones gubernamentales y eclesiásticas; y de entidades especializadas en el tema. Por cierto que todos los registros encontrados están muy lejos de cubrir a cabalidad los hechos, desde el momento en que se hace muy difícil para gran cantidad de víctimas de estos atentados tan graves y traumáticos denunciar incluso su existencia. Pero de todos modos los resultados son espeluznantes.
Y peor aún son las actitudes vaticanas y jerárquicas frente a ellos. Partiendo por la negación o minimización de ellos.
Luego, por las presiones hechas a sus familiares para no denunciarlos. O, alternativamente, por iniciar una investigación canónica “eterna” y secreta para terminar en nada o con amonestaciones, “tratamientos terapéuticos” o, peor aún, con el traslado de los victimarios a otros lugares pastorales -¡sin advertir a los nuevos feligreses de la peligrosidad de aquellos!- diseminando enormemente los males causados a numerosas nuevas víctimas por delincuentes seguros de su impunidad.
Y ya cuando a partir de los 80 los casos empezaron a hacerse públicos en gran cantidad, a lo largo de todos los Continentes, fue también increíblemente vergonzosa la actitud jerárquica. Siempre buscando “bajarle el perfil”, cuando no buscando sellar el secreto de los familiares a cambio de compensaciones económicas; o desacreditando a los denunciantes; o descalificando a la prensa como “enemiga” de la Iglesia. Y nunca abordando debidamente la reparación integral de las miles de víctimas.
También ha sido muy penosa la actitud general del laicado católico y de los mismos sacerdotes y religiosos –en su inmensa mayoría inocentes de ser autores de abusos- de simplemente mirar para el lado en términos de acciones correctivas eficaces y ni que decir de pronunciamientos públicos a la altura de la gravedad del problema y del inmenso daño efectuado por las protecciones u –en el mejor de los casos- omisiones jerárquicas.
El libro efectúa también un estudio especial de tres situaciones que ilustran particularmente las pautas de comportamiento vaticano y de las jerarquías eclesiásticas nacionales. Ellos son las referidas a los Legionarios de Cristo y Marcial Maciel; a Estados Unidos; y a Chile. Así, por ejemplo, de acuerdo a fuentes oficiales vaticanas se ha sabido que los primeros indicios de las conductas pedófilas de Marcial Maciel llegaron a conocimiento del Vaticano ¡en 1943!, cuando todavía Maciel no era siquiera sacerdote. También es muy impactante saber que de la única investigación vaticana seria que se hizo de Maciel hasta el final del pontificado de Juan Pablo II (entre 1956 y 1958), ¡lo salvó la Curia vaticana, de forma completamente ilegal e inmoral, ¡en el lapso entre el fallecimiento de Pío XII y la elección y entronización de Juan XXIII!…
En el caso de Estados Unidos y el Vaticano, tenemos -por ejemplo- el caso de Theodore McCarrick, nombrado arzobispo de Washington en 2000 (y al año siguiente cardenal), pese a que Juan Pablo II había recibido denuncias en su contra de una víctima en una audiencia en 1988. Que, además, el cardenal arzobispo de Nueva York, John O’Connor, le había escrito en 1999 al nuncio en Estados Unidos que tenía serios temores de testigos autorizados de que su nombramiento suscitaría un escándalo. Y que a mediados de los 90 tres seminaristas lo habían acusado infructuosamente de abusos. Sólo en 2017 Francisco tomó en serio el caso; y, luego de una investigación vaticana, en 2019 fue recién apartado del sacerdocio.
En el caso de Chile y el Vaticano quizá lo más impactante fue la actitud de Francisco de designar en 2013 (hasta 2018) al cardenal Errázuriz en el Grupo de ocho cardenales encargados de estudiar una reforma de la Curia vaticana, pese a que años antes había reconocido públicamente que había actuado –al menos- con gran negligencia en los casos de Karadima y del obispo Cox. En efecto, en 2002 dijo respecto de Cox (habiendo sido Errázuriz superior de Schoenstatt en Chile desde 1965 a 1971) que “tenía una afectuosidad un tanto exuberante” que “se dirigía a todo tipo de personas, si bien resulta más sorprendente en relación con los niños”. Y que “cuando sus amigos y sus superiores llegamos a ser muy duros para corregirlo, él guardaba silencio y pedía humildemente perdón. Nos decía que se iba a esforzar seriamente por encontrar un estilo distinto de trato, pero lamentablemente no lo lograba” (La Nación; 2-11-2002).
A su vez, respecto de Karadima, Errázuriz le declaró a la jueza Jessica González el 13 de julio de 2011: “El receso del procedimiento administrativo entre los años 2006 y 2009 es de mi responsabilidad y fue una decisión que tomé luego de haber oído el testimonio de monseñor Andrés Arteaga (¡estrecho discípulo de Karadima!) respecto de los denunciantes (de Karadima)”( Mónica González, Juan Andrés Guzmán y Gustavo Villarrubia.- Los secretos del imperio de Karadima; Edit. Catalonia, 2014 (1° edición de 2011); p. 245). ¡Y le declaró a la misma jueza que en 2006 le pidió a Karadima que dejara de ser párroco de El Bosque, para que cesara en sus abusos!: “Pensé que al separarlo de su cargo y al saber de las denuncias en su contra que yo le había hecho saber a sus cercanos, y que sin duda se lo habrían hecho saber a él, sus conductas abusivas iban a cesar” (Ibid.).
También fue muy impactante la escandalosa designación de Francisco de Juan Barros (también, estrecho discípulo de Karadima) como obispo de Osorno en 2015, la que causó protestas e indignación en los fieles, en autoridades eclesiales chilenas y en la propia Cámara de Diputados. Y que lo haya mantenido obstinadamente en su cargo hasta que luego de su desastrosa visita a nuestro país -a comienzos de 2018- se vio virtualmente obligado a pedirle su renuncia; y no sólo a él, sino a todos los obispos chilenos.
Dado que, en definitiva, la explosión de casos de pedofilia y su ocultación constituye un extremo de abuso de poder que va mucho más allá de la estricta depravación sexual; el libro también efectúa un sucinto análisis histórico de la trayectoria del comportamiento vaticano, particularmente en el último milenio, en la idea de encontrar las claves que permitan comprender bien las raíces de un fenómeno de tanta gravedad, para aportar ideas concretas para su superación (Continuará).