No diremos aquí si la derrota en el reciente plebiscito es “estratégica” o “táctica”, pero su profundidad es enorme y no sorprende que la derecha busque instalar “bordes” al nuevo proceso que, por cierto, convengan a sus intereses. Mediante el voto, único mecanismo de participación de esta democracia limitada, apenas representativa, el “pueblo ciudadano” se pronunció abrumadoramente por el rechazo, y la consecuencia inmediata de tal decisión es la continuidad en la vigencia de la Constitución de Pinochet.
El trabajo de un año culminó con la propuesta de nueva Constitución que cumplía cabalmente con los requisitos de un Estado social y democrático de Derecho, con sus necesarias consecuencias en orden a la subordinación del derecho interno al derecho internacional de los derechos humanos, al claro e inequívoco establecimiento de los principios de igualdad, formal y sustantiva, y no discriminación e indivisibilidad de los derechos humanos. En coherencia con estos principios, amplió los derechos sociales, en el marco del sistema internacional; reconoció los derechos de los pueblos originarios, con su identidad, lengua, cultura, costumbres y autonomía (plurinacionalidad), dentro de la indivisibilidad del Estado; se orientó a la profundización de la democracia, ya no sólo representativa, sino también directa y participativa; potenció las regiones y las comunas; desarrolló los derechos de la naturaleza y el medio ambiente; consagró una nueva estructura del Poder Legislativo, asociada a importantes facultades de la Cámara de las Regiones, tanto en el ámbito político y legislativo general como, en especial, en el ámbito regional, entre otras materias que sería largo detallar (Sistemas de Justicia y Consejo de la Justicia, Defensoría del Pueblo, Corte Constitucional en reemplazo del Tribunal Constitucional, etc.)
Por el contrario, la Constitución que por desgracia sigue vigente no es más que el engendro (Pinochet (a) “Daniel López”- Guzmán) emergido de una dictadura, con algunos retoques que no cambiaron su “corazón” neoliberal, abusivo y mercachiflero. No hay en ella, desde luego, una clara e indubitada subordinación al Sistema Internacional de los Derechos Humanos y a los principios de igualdad (sustantiva), no discriminación e indivisibilidad de tales derechos (civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales). A ello suma la limitación y mercantilización de los derechos sociales, un derecho de propiedad exacerbado y decimonónico (las aguas son de dominio privado, comerciables, y las concesiones mineras, otorgadas por resolución judicial, confieren un derecho de dominio prácticamente inatacable), el rol meramente subsidiario del Estado, un Tribunal Constitucional erigido en una tercera Cámara, etc. Ni qué hablar de los derechos de los pueblos originarios.
Es preciso también relevar uno de los aspectos más deficitarios de la institucionalidad vigente: el derecho a la libertad de expresión y opinión, como columna básica de una constitución democrática, derecho inexistente o muy limitado en Chile en virtud de una enorme concentración mediática, carente de pluralismo. Con todo desparpajo, la Constitución vigente prohíbe el monopolio estatal sobre los medios de comunicación, pero no el privado. Conviene detenerse en este punto, porque el proceso constituyente que condujo a la propuesta constitucional rechazada se vio en todo momento afectado en su legitimidad por las constantes mentiras y noticias falsas, información sesgada, distorsionada o simplemente omitida, que conformaron toda una política y una campaña planificada, deliberada, que igualó o superó a las campañas presidenciales de Trump y Bolsonaro en su iniquidad y perversidad. Peor aún, esta campaña -con la cual se bombardeó a la opinión pública durante meses, estuvo a la altura del “maestro de maestros” en estas materias: Joseph Goebbels, el Ministro de Propaganda del Reich.
No ahondaremos aquí en las causas del desastre, pero sumariamente diremos que aparecen asociadas a tres factores: la permanente campaña de desprestigio y noticias falsas en contra del trabajo realizado por la Convención Constitucional; la desconfianza o el rechazo -consciente o inconsciente- a cualquier propuesta o convocatoria que tenga origen en la clase política o en alguna dimensión institucional; el enquistamiento en buena parte de la población de la ideología, conductas y prácticas individualistas, egoístas, ventajeras y abusivas del orden neoliberal que ha engendrado una sociedad violenta y desarticulada, lo que no impide a la derecha y sus acólitos -causantes de tal estado de cosas- presentarse cínicamente como la “solución” a través del “Orden” a imponer (su “Orden” y su propiedad, desde luego).
El triunfo del rechazo no revela el triunfo de la derecha, sino la existencia de una crisis institucional profunda, donde hay millones de personas que rechazan toda forma de institucionalidad. A ello se suman millones en cuyos votos se manifiesta el síntoma de las últimas cuatro décadas, que es la imposición del neoliberalismo, con todo lo que trajo consigo: ausencia y/o absoluta desigualdad de derechos sociales y culturales, concentración de los medios masivos de comunicación, escisión social e individualismo exacerbado, entre otros factores. Décadas de construcción de una falsa democracia construida tras cuatro paredes, con poderes políticos que nunca cedieron poder a los pueblos, para que estos construyan su porvenir desde las bases, no desde arriba. Es decir, democracia representativa, limitada, y nunca -además- participativa y directa.
Nada cambia si nada cambia. En eso estamos ahora, con una constitución que podrá llevar la firma de Lagos pero que no cabe duda que fue gestada y parida en dictadura, a sangre y fuego, para imponer el neoliberalismo en Chile. Una constitución ilegítima, que no consagra o limita derechos sociales y todo lo entrega al mercado, en manos de grandes privados que hacen negocios con nuestra dignidad. Si nada cambia, continúan las AFP, el modelo extractivista y depredador de la naturaleza y se amplía la brecha de la desigualdad social. Y es el tamaño de nuestros bolsillos, o nuestra posibilidad de endeudamiento, el que nos abrirá o cerrará las puertas para acceder a esos derechos sociales que hoy siguen siendo privilegios.
La propuesta de nueva Constitución apuntaba, como dijimos, a un Estado social y democrático de Derecho, con todas sus necesarias consecuencias. Pero el resultado del reciente plebiscito nos devuelve a la Constitución de Pinochet, al neoliberalismo y a la cocina política, en particular, del Congreso, cuya composición conocemos. En cualquier caso, en las condiciones actuales, la derecha y sus voceros oficiales u oficiosos no permitirán cambios sustanciales al orden económico, social e institucional vigente si no existe presión suficiente para generarlos. A lo más, quizás, tolerarán algo cercano a la Constitución de 1980 o al proyecto constitucional de Bachelet.
La “transición a la democracia” en Chile no ha culminado, y amenaza muy claramente con quedarse suspendida o cancelada en el largo plazo, porque es evidente que la derecha y sus nuevos voceros, con el resultado del plebiscito, podrán incluso hablar de un Estado social y democrático de Derecho, pero jamás asumirán sus características y consecuencias. Todo, por cierto, hasta que el “pueblo ciudadano” sea -alguna vez- capaz de conquistar los derechos que una vez más se le niegan, con violencia o engaño, en nombre del “free to choose” (siempre que tengas plata en el bolsillo…), erigido en absoluto principio y fin de todo.
Esta situación constituye una grave afrenta a los derechos humanos, en específico al derecho a libre determinación de los pueblos, que establece la libertad de estos de escoger su condición política, su desarrollo social, económico y cultural, además de la facultad de disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales. Este derecho, nada más y nada menos, inaugura los Pactos Internacionales, el de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que por cierto Chile ha suscrito y ratificado, comprometiéndose a cumplir.
Si el pueblo es o debe ser, el origen y el portador del poder del Estado; si en él reside, en última instancia, la proposición, aprobación y revocación de mandatos y políticas ¿No debe, en consecuencia, una constitución verdaderamente emancipada, autónoma y vinculante generarse desde las bases ciudadanas? En cierta forma podríamos afirmar que dicho proceso se viene gestando hace años, bajo su propia lógica, pues al plantear la precedente pregunta nos asalta un vívido recuerdo: a poco andar de la revuelta social de octubre de 2019, de manera autoconvocada e intuitivamente se formaron centenares de asambleas territoriales y cabildos a lo largo de todo Chile, proceso que el acuerdo por la paz del 15 de noviembre de 2019 quiso contener, controlar y encapsular.
El panorama puede ser desalentador, pero no podemos permitir que la resignación o la parálisis nos embarguen. Habrá, pues, que seguir bregando porque el derecho a la libre determinación de los pueblos no sea escamoteado por los poderes fácticos vinculados a una clase política deslegitimada. Alguna vez, desde las bases soberanas y autoconvocadas ha de gestarse una nueva constitución que efectivamente, y no de manera retórica, consagre un Estado social y democrático de Derecho.