A medida que se aproxima el 18 de octubre, fecha en que se conmemora el inicio del estallido social del cual fue testigo nuestro país el 2019, hemos presenciado en las últimas semanas una serie de esfuerzos por ridiculizar o derechamente borrar lo ocurrido. Con el pasar de los años nuestro país debe resignificar su historia reciente, Chile tiene mucho que reflexionar y, en vez de aprovecharlo, lamentablemente vemos un debate lleno de caricaturas y simplismos, quedando relegado a último plano el eje central de aquella crisis que desnudaron las protestas de fines del 2019: aún no hay una respuesta concreta al malestar social, la sensación de abuso persiste y la vida de las personas no ha mejorado. Es urgente que izquierdas, derechas y todos los sectores políticos elevemos el debate.
¿Qué es lo que no queremos ver de nuestro pasado reciente? La revuelta social y sus múltiples caras dejan al descubierto las deudas que la política en general mantiene con la ciudadanía. Por una parte, las izquierdas debemos salir de la idealización y la ensoñación para así asumir nuestras propias incapacidades, cuya principal manifestación -considero- se evidencia en los días de protesta que se desataron con las evasiones masivas; nuestra participación en organizaciones sociales y vocación de construcción de movimientos ciudadanos, no fueron suficientes para conducir las fuerzas del estallido hacia una propuesta de futuro para el país. De ahí que las contundentes victorias del plebiscito de entrada y la elección de constituyentes no pudo proyectarse a la conquista de una nueva Constitución, anhelo que sigue pendiente.
Fue la falta de articulación y conducción política lo que llevó a que, en un escenario de descomposición y vacío de horizonte, las protestas quedaran a la deriva y terminaran muchas veces en hechos de violencia y delincuencia, que fueron (y son) hábilmente aprovechados por quienes buscan clausurar el ciclo de cambios. Es necesario asumir la debilidad del tejido social y los referentes de lucha con que contamos, y asumir como un desafío urgente dar vuelta esta situación.
En la vereda contraria, las derechas corren en círculo ante la desesperación por liderar y acumular la aparente victoria electoral que recientemente les dio el rechazo. Sin embargo, saben que son presos de la palabra empeñada: Chile debe darse democráticamente una nueva Constitución. Es por eso que muchos saben que, para evitar mayor desorden en sus propias filas y contener los grandes anhelos de transformación, es urgente cambiarla narrativa respecto a lo que nos llevó a la mayor crisis política y social de las últimas 3 décadas. La memoria del estallido social les enrostra lo peor de su sector, al igual que nos interroga a izquierdas y progresismos, porque la crisis política y la desafección que persiste es el fracaso de quienes creemos que la democracia es la forma de resolver los conflictos en una sociedad. ¿Qué evita la derecha? El incómodo debate sobre su incapacidad de abordar las violaciones a DDHH en el Chile de ayer y hoy, y la ortodoxia neoliberal de algunos que impide construir acuerdos concretos para mayor justicia social y que la vida de la ciudadanía descontenta mejore.
Los abusos y los derechos, la violencia y la seguridad, los DDHH y el orden público, lo bueno y lo malo de los 30 años. Dilemas que siguen sin respuestas y que vemos muy lejos de resolverlos porque el diálogo y los acuerdos no prosperan en un terreno tan hostil como el debate público actual en el que las mentiras, la banalización, los insultos y descalificaciones y el abuso de las redes sociales para generar polémicas mantienen a la política ensimismada y ajena a las preocupaciones cotidianas y urgentes de la gente. Esta situación es insostenible y creer que al final alguien sacará cuentas alegres si seguimos como estamos, es solo una muestra de su falta de amor a Chile y su pueblo. Ni todo está mal en los últimos 30 años (y las izquierdas debemos reconocer lo que se avanzó), ni tampoco todas las personas hemos disfrutado con igualdad los beneficios del crecimiento económico, y los sectores que dieron vida a la política de la transición deben reconocerlo. Para ello, todos los sectores debemos salir de nuestras trincheras y asumir que abordar la actual crisis de seguridad es tan urgente como responder a las contradicciones que ha generado en Chile la modernización neoliberal, consagrada en una Constitución agónica. Solo así conquistaremos la paz social.
Tenemos oportunidades en el horizonte para reivindicarnos. Están frente a nuestras narices: la reforma tributaria, para cambiar la grotesca concentración de la riqueza en Chile; la construcción de un nuevo sistema de pensiones que entregue dignidad y deje de ser un negocio; acordar prontamente una hoja de ruta clara para una nueva Constitución que ponga en el centro la democracia y la participación ciudadana y; establecer una política de seguridad con visión de Estado. Si no le damos sentido de urgencia al diálogo y los acuerdos en torno a estos temas, difícilmente mostraremos que la política es un ejercicio útil para mejorar la vida de las personas. Si fracasamos, las fuerzas democráticas no solo tendremos por delante una posible debacle electoral, sino que la amenazante presencia del autoritarismo de ultraderecha y el populismo. El tiempo está corriendo, y en nuestra contra.