Con la Revolución Bolchevique en Rusia, recrudeció aún más el antisemitismo católico –y el de extrema derecha laica- en Europa. Así, en 1921, la revista vaticana Civilta Cattolica conceptualizó que “en el fondo el bolchevismno es el viejo judaísmo que abraza (…) la revolución mundial, para extender su reino plutocrático y dominar y explotar a los pueblos cristianos” (Jean Meyer.- Iglesia romana y antisemitismo (1920-1940); en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, N° 226, enero-abril de 2016, p. 162).
Y en 1922, en la misma revista, el jesuita Paolo Silva escribió que “Rusia ofrece un ejemplo único: a la nación eslava le han puesto el yugo de otra nación, la judía (…) La república judía es la aplicación de una doctrina, el dogma del Evangelio de Marx y Engels (…) Sólo la perversión de una fantasía semita era capaz de tumbar todas las tradiciones de la humanidad (…) El sentido común ario jamás lo habría inventado” (Ibid.; p. 165). Además, con la guerra ruso-polaca de 1920 se produjeron muchos pogromos de judíos por parte de católicos, y los obispos polacos declararon que “el objetivo real del bolchevismo es conquistar todo el mundo”; y que “la raza que lo dirige quiere dominarlo todo a través de su oro y de sus bancos” (Ibid.; p. 247).
Y, reveladoramente, el nuncio papal en Polonia, Achille Ratti (¡el futuro Pío XI!), en sus informes a Roma señaló que “una de las más malas y poderosas influencias que se perciben acá, quizás la más mala y poderosa, es la de los judíos (…) los judíos en Polonia son, en contraste con aquellos que viven en otras partes del mundo civilizado, un elemento improductivo. Es una raza de tenderos por excelencia”, aunque añadió que “la gran mayoría de la población judía está hundida en la pobreza”. Y que “debemos llamar la atención al rol de los judíos en el movimiento bolchevique. No queremos decir que todo judío es, ipso facto, un bolchevique. Lejos de eso. Pero no podemos negar el rol preponderante que los judíos desempeñan en este movimiento, tanto entre los comunistas polacos y los rusos donde –con la excepción de Lenin- todos los líderes bolcheviques son judíos polacos o lituanos” (Kertzer; pp. 251-2). De paso, afirmación totalmente errónea o falsa ya que de los 12 miembros del Politburó que decidió la insurrección de octubre en Rusia, sólo seis eran de origen judío…
Por otro lado, poco antes en 1919, el nuncio papal en Alemania, Eugenio Pacelli (¡el futuro Pío XII!), al visitar el edificio del fugaz gobierno revolucionario que tomó el poder en Baviera, informó a Roma: “La escena que podía observarse en el palacio era indescriptible (…) Parecía el mismo infierno (…) y en medio de todo esto una banda de mujeres jóvenes, de dudoso aspecto, judías como todos los demás (…) con ademanes libidinosos y sonrisas sugerentes. La jefa de esta chusma femenina (…) era la amante de (Max) Levien, judía y divorciada (…) Ese Levien es un joven (…) ruso y judío. Pálido, sucio, con ojos de drogado, voz ronca, vulgar, repulsivo, con un rostro a un tiempo inteligente y taimado” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005, p. 93).
Asimismo, en los años 20, el antisemitismo católico promovió el apócrifo y grotesco libro Los protocolos de los sabios de Sión, elaborado por la policía secreta zarista a comienzos del siglo XX. En él se llegaba a decir: “Hemos corrompido, embrutecido y prostituido la juventud cristiana por una educación cimentada en principios y teorías que sabemos son falsos (…) Después de haber inoculado el veneno del liberalismo (…) los Estados están enfermos de una enfermedad mortal (…) no queda ya más que esperar (…) el término de su agonía (…) Es necesario perturbar constantemente en todos los pueblos las relaciones entre ellos y sus gobiernos con la desunión, la enemistad y el odio, y aún con el martirio, el hambre y la propagación de las enfermedades y la miseria para que los cristianos no encuentren otra salvación que la de recurrir a nuestra plena y absoluta soberanía” (Edit. La Abadía, Buenos Aires, 1975; pp. 110, 117 y 121).
En su promoción destacó el sacerdote francés Ernest Jouin, quien había creado en 1912 la Revue Internationalle des Societes Secretes, destinada a combatir la masonería y el judaísmo. Su revista lo publicó íntegro en Francia en 1920; y en Italia se encargó de publicarlo el obispo Umberto Benigni. Y mientras arreciaba la campaña de difusión de Los protocolos de Jouin en 1923, Pío XI le concedió una audiencia privada y, de acuerdo a Jouin, le dijo: “Continúe con su revista, a pesar de sus dificultades financieras, dado que usted está combatiendo nuestro mortal enemigo” (Kertzer; p. 269). Además, obtuvo de Benedicto XV y de Pío XI las dignidades de prelado y de protonotario apostólico, las distinciones más altas a la fecha para un sacerdote no obispo (ver ibid.).
Y notablemente, frente a la comprobación del carácter apócrifo del libro en 1921, Jouin tuvo el descaro de afirmar que “poco importa que Los protocolos sean auténticos; basta con que sean ciertos; las cosas que se ven no necesitan comprobación” (Jean Meyer.- La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (1880-1914); Tusquets, México, 2012; p. 227). Por cierto, hubo una reacción indignada de muchos sacerdotes e intelectuales católicos frente a dicho libro, particularmente del jesuita belga Pierre Charles, quien lo calificó en 1921 como una falsificación “cuya incoherencia, ignorancia, impudicia excesiva, en una palabra, odiosa locura, rezuman en todas sus páginas” (Jean Lacouture.- Jesuitas II. Los continuadores; Paidós, Barcelona,1994; p. 420). Y más se indignó al constatar que “la opinión católica se convierta en aliada de un policía ruso anónimo que calumnia (…) de la manera más sórdida al ‘inmundo judío’ (…) ¿Acaso se quiere volver a las excelentes costumbres de antaño y restablecer con el círculo amarillo y los guetos, la persecución crónica? (…) Uno se siente un poco humillado al constatar que una falsificación, que un plagio tan grotesco, tan barroco, tan ridículo como Los protocolos (…) haya podido pasar a los ojos (…) de hombres de letras por una conspiración sabia, un plan satánico y genial de destrucción de sociedades (…) Hay en ello materia para melancólicas reflexiones” (Ibid.; pp. 420-1).
También tuvo una actitud positiva la revista de los jesuitas franceses Etudes, que entre 1925 y 1938 publicó una veintena de artículos que “manifiestan una sincera simpatía por los judíos” (Meyer, 2012, 175). Y el esfuerzo más significativo en esa dirección fue la creación en 1926 de la organización católica Los amigos de Israel que pretendió acabar con el antisemitismo católico, terminando con todos los tópicos tradicionales contra los judíos y particularmente con la noción del “pueblo deicida” y del “asesinato ritual” (ver Georges Passelecq y Bernard Suchecky.- Un silencio de la Iglesia frente al fascismo. La encíclica de Pío XI que Pío XII no publicó; PPC Editorial, Madrid, 1997; p. 130).
Dicha organización llegó a tener ¡3.000 sacerdotes, 278 obispos y 19 cardenales! (ver Kertzer; p.269); y contó con la total adhesión de personalidades católicas como Jacques Maritain y su esposa Raissa. Sin embargo, el Santo Oficio (sucesor de la Inquisición) terminó con aquella organización el 25 de marzo de 1928, porque “ha adoptado (…) una manera de actuar y de pensar contraria al sentido y el espíritu de la Iglesia, al pensamiento de los Santos Padres y a la liturgia” (Passelecq y Suchecky; p. 129).
Reveladoramente, quien justificó la prohibición vaticana fue el director de La Civilta Cattolica, el jesuita Enrico Rosa, que el 19 de mayo de 1928 (El peligro judío y los ‘Amigos de Israel’) señaló que “el peligro judío es una amenaza para el mundo entero por sus perniciosas infiltraciones o injerencias nefastas, especialmente para los pueblos cristianos y, más aún, entre los católicos y latinos donde la ceguera del viejo liberalismo favoreció de manera mayoritaria a los judíos, mientras perseguía a los católicos y más que todo a los eclesiásticos (…) Ha sido el mérito de nuestro periódico, podemos decirlo con toda sinceridad, haber constantemente denunciado este peligro desde un principio” (Meyer, 2016, p. 171).
Además, Rosa expresó un diagnóstico plenamente compartido por la extrema derecha europea de la época, incluyendo a los ya activos nazis: “Intentamos en estas páginas demostrar cuanto hay que criticar a los judíos por la revolución rusa y cómo ha sido preeminente en ella la corrupta generación de judíos, del mismo modo que anteriormente en la revolución francesa, y también en la revolución más reciente de Hungría (1919) (…) El resultado ha sido el derrumbe del imperio moscovita y la tiranía impuesta por la toma del poder bolchevique que amenaza a Europa” (Ibid.; pp. 171-2).
En este contexto, no puede extrañar que ni el Vaticano ni el episcopado alemán no dijesen nada respecto de las crecientes persecuciones a los judíos de la Alemania nazi que comenzaron luego de su establecimiento en 1933. Es más, ya en abril de ese año en una extensa misiva –dirigida al cardenal arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber-, el entonces secretario de Estado vaticano, Eugenio Pacelli (futuro Pío XII), expresaba que una protesta contra los ataques nazis a los judíos “sólo podría tener como consecuencia que esas agresiones se extendieran a la población católica. ‘Los judíos –decía- tendrán que arreglársela por su cuenta’” (Cornwell; p. 263).