Un anuncio valioso, con apoyos transversales e intersectoriales, es el realizado por el presidente de la República para dar lugar a las obras del eje Alameda-Providencia, en Santiago. El trasfondo de esta política es reconocer, por un lado, el carácter inmemorial de columna vertebral de la ciudad que tienen ambas vías que, nombres aparte, son una sola. Y, por otro lado, asumir que las decisiones sobre la ciudad deben ser miradas en perspectiva integral y no, como en este ejemplo, sería una suma de limitadas atribuciones por parte de Providencia, Santiago, Estación Central y Lo Prado.
El relato del nuevo eje parte del supuesto que las obras públicas determinan la manera en que habitamos la ciudad. De otro modo no se explicaría la insistencia de que el nuevo diseño pondrá énfasis en el ejercicio de la ciudadanía a través de la cultura, las áreas verdes, los ciclistas y los peatones. Así se recuerda que la Alameda de las Delicias era en su origen un lugar para caminar y no para conducir vehículos, tal como lo rememora la alocución postrera del presidente Allende.
La lógica tras el anuncio reivindica algo por lo cual ha habido esfuerzos de distintos actores desde hace mucho tiempo: la necesidad de pensar nuestras ciudades y verlas como tales. Es imperdonable que estos cuerpos hechos de infinitas interrelaciones sean, a la hora de los diseños y las políticas públicas, vistos más bien como una suma de comunas. Parte de esto es lo que da sentido a la necesidad de aumentar las atribuciones de los gobernadores regionales, que es un compromiso de campaña de la actual administración.
Pensar la ciudad es una forma de actuar en favor del bien común y de la profundización de la democracia. Es abogar por disminuir los tiempos de desplazamiento de los más pobres, hacer más equitativo el acceso a servicios y áreas verdes, proteger a las personas de catástrofes que podrían preverse, como acaba de ocurrir con los incendios de Viña del Mar, la urbe que cerro arriba de la fachada de ciudad jardín esconde más de cien campamentos, la mayor cifra en todo el país. Es, entonces, empezar a hablar del derecho a la ciudad, que según autores como David Harvey y Henri Lefebvre equivale a construir espacios para el ejercicio de la ciudadanía y no solo para las transacciones inequitativas del modelo económico.
Por todos estos motivos y por otros que no caben en esta columna, la discusión sobre las ciudades es profundamente política. Sacarlas de su invisibilidad y desnaturalizar el modo en que han sido construidas ya es una acción política de gran magnitud.
En resumen, la ciudad anhelada es aquella que nos acoge y nos integra, no una que nos segregue o nos expulse como ocurrió con los campamentos convertidos en poblaciones periféricas durante la década del ´80 del siglo pasado. La cohesión social que se invoca como una de las grandes deudas de Chile depende en buena medida de cómo se organicen las ciudades. Porque es, ni más ni menos, donde transcurre la vida toda de la mayoría de los habitantes del país.