El teléfono de mi casa ha muerto. Y con él también la sensación de instintiva supervivencia de saber que siempre habría alguien del otro lado. No era un aparato deslumbrante ni de amplio derroche estético, el último teléfono que usamos en casa era un modelo genérico distribuido por la empresa Telefónica, un cuadrado negro con bordes ovalados y los botones justos para marcar, colgar y silenciar una llamada. En los noventa, cuando era niño, al que teníamos entonces le colocaron una cajita de madera protectora que le tapaba las teclas y que se abría solo con una llave que guardaba mi tío como si se tratase de una caja fuerte. Pero mucho antes de que aprendiese a utilizarlo, como aprenden hoy los niños a sacarse selfies y a usar TikTok, hay fotos mías posando sobre los viejos muebles de gamuza roja en la casa de mis abuelos, al lado un señorial teléfono verde pastel, por entonces, a la intemperie.
Fascinada por los teléfonos, la escritora norteamericana Anne Sexton utiliza al menos en tres de sus poemas la representación de un teléfono como una metáfora de esa sensación dual de escuchar a alguien y estar solo a la vez. “Ya no suena, ha sido desconectado”, escribe Sexton, “en la habitación de los muertos se encuentran las voces que alguna vez amé”. Fue un defecto de fábrica, un requerimiento tecnológico o sabe dios la representación estética del vacío sonoro la inclusión de un pitido grave golpeteando de forma infinita al descolgar un teléfono. En un viaje de opio, Meryl Streep, representando a la mítica periodista del New Yorker, Susan Orlean, le pide a un vendedor de orquídeas del otro lado de la línea imitar el sonido de un teléfono descolgado en la película Adaptation (2002) y juegan así por al menos un minuto. Pero no hay ninguna gracia cuando se trata de un teléfono encerrado. Lo mejor entonces era marcar varias veces la tecla grande debajo del auricular para escuchar si quiera un “el número que ha marcado no existe”, lo que aprendería después se trataba de alguna llamada fallida realizada a través del código morse. Aprendería también que los tenedores eran lo suficientemente delgados y con la curvatura exacta para pasar entre la caja y los números y marcar, ahora sí, una llamada. Mi madre y algunos de mis tíos acostumbraban llevar consigo una libretita tipo acordeón con las tapas imantadas en las que anotaban los números de sus contactos y datos extra como sus fechas de cumpleaños. Mi pasión era robárselas y marcar con un tenedor los números de quienes los cumplían, repetir “feliz cumpleaños” y colgar de inmediato.
Pero la broma, con el tiempo, empezó a salirse de control. Sobre todo cuando mi tío, el dueño del teléfono, decidió colocar un anexo en su pieza esta vez sin caja ni nada que pueda protegerlo. Me gustaba imitar a mis primas adolecentes que llamaban a la radio de la ciudad para pedir su canción favorita y después grabarla en un casete en el estéreo. Un día, vi un anuncio en la televisión sobre una vidente que prometía leer el futuro a través de su línea cósmica marcando el 0800841010, lo recuerdo hasta ahora. Pasé muchos días pensando en si sería correcto hacerlo, pero mi dilema tenía que ver más con el miedo que con las consecuencias inmediatas de la llamada. Le temía al pacto oscuro que haría con una bruja para conocer hacia dónde me llevaría la vida, mas desconocía el cobro que costaría la llamada. Un sábado de noche, también lo recuerdo, mi madre entró a mi pieza, cerró la puerta con cerrojo, me sentó en la cama y repitió sin rodeos: “Solamente voy a preguntar una vez. ¿Qué sabes tú de la ‘la línea cósmica de Josie’?
Lo negué absolutamente todo. Antes de salir, volvió su mirada hacia mí y agregó: “Ya llamamos a la policía. Si nadie confiesa, hoy tus primas van a pasar la noche en la comisaría”. Y se fue. Creo que desde entonces no hay muestra de mi amor más grande hacia ellas que haber confesado mi crimen, entre lágrimas, solo minutos después de esa treta. Con el tiempo, nuestro uso del teléfono mejoró considerablemente. Pasamos de llamar a radios y a extraños a, por ejemplo, rastrear desesperadamente en cada hospital de la ciudad buscando información sobre el estado de salud de uno de mis tíos la tarde en la cayó del cuarto piso de la casa. Pasamos de llamar, a colgar, a comer ansias, a esperar. “El sonido del teléfono era el sonido de la soledad, de la espera, de la incertidumbre”, escribe Haruki Murakami en 1Q84. Como la llamada de mi padre reapareciendo el día que cumplí catorce o la de esa primera chica que decía, “no puedo recibir llamadas, pero déjame tu número, yo te llamaré”.
Hay cosas que jamás esperamos ni deberíamos escuchar en el teléfono. Como la conversación entre la pareja de Silvia Plath y su amante rescatadas por ella en el poema “Palabras oídas casualmente por teléfono”. “Ahora la habitación es un siseo continuo”, escribe Plath, “el aparato retira su tentáculo, pero la freza que deja penetra mi corazón”. Otro sábado, siempre los sábados, hace muy poco, me enteré por WhatsApp que aquel había sido el último día de existencia de la línea telefónica que por más de tres décadas me conectó con mi casa. Las lluvias y el ciclón que pasó por mi ciudad dejaron estragos en las comunicaciones que la empresa no quiso o se tardó en asumir. Molesto, mi tío dio por finalizado el contrato y el número que me sé de memoria, como esas cosas que sabemos inútiles pero que llevamos siempre “por si acaso” –un encendedor, un pañuelo, un billete extra-, murió para siempre. En el verano, un amigo del colegio me escribió después de mucho, preguntó si estaba en la ciudad y si podía llamarme al número de mi casa. “¿Sigue siendo el mismo, verdad?”, dijo y lo repitió de memoria. Me pregunto cuántas llamadas de las que no sabré jamás quedarán el loop eterno de un teléfono descolgado. Los suicidas, escribe Anne Sexton en “Querer morirse”, “dejan la página del libro abierta al descuido, algo sin decir, el teléfono descolgado”. El mío queda así para siempre, su número es también un sonido que pasaré buscando, “un siseo continuo”, una lápida opaca en la fosa de recuerdos que rebalsan en mi mente.