Para comprender cabalmente las reiteradas actitudes lesivas a la sensibilidad judía que -más allá del discurso- adoptaron Juan Pablo II y Benedicto XVI, es preciso tener en cuenta que ambos pontificados representaron un vuelco extremadamente autoritario y conservador respecto de las tendencias liberales y de apertura que inspiraron el Concilio Vaticano II. Como vimos, ya Pablo VI había iniciado un giro en esa dirección, pero éste fue llevado a su extremo por los dos anteriores. Además, ambos pueden considerarse en conjunto, dado que Benedicto –como el cardenal Joseph Ratzinger- fue en casi todo el largo pontificado de Juan Pablo, su prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo clave en lo doctrinario y punitivo.
De este modo, efectuaron una sistemática persecución de todo pensamiento teológico considerado innovador o heterodoxo; lo que se expresó hasta 2007 en que “más de 600 teólogos perdieron su derecho a enseñar en las universidades y academias católicas y no pudieron seguir publicando con permiso eclesiástico”; y que incluso “a muchos de ellos, famosos doctores y catedráticos, se les impusieron castigos humillantes, como permanecer en silencio por largos períodos o volver a clases para períodos de ‘reeducación’” (Alvaro Ramis.- Ideas peligrosas, en La Nación, Santiago; 28-3-2007). Entre los más destacados estuvieron el suizo Hans Küng, los belgas Edward Schillebeeckx y Jacques Dupuis, los brasileños Leonardo Boff e Ivonne Gebara, el francés Jacques Pohier, los estadounidenses Charles Curran y Roger Haight, y los españoles Jon Sobrino y Marciano Vidal.
Particularmente dura fue la “ofensiva” contra la teología de la liberación que se desarrolló en América latina en la perspectiva de superar un contexto atávico de profunda injusticia social, racismo y machismo completamente contrario al mensaje cristiano. Ofensiva no sólo contra sus máximos exponentes sino también expresada en la sustitución del concepto evangélico mismo de “liberación” por el de “promoción humana”; y en dejar de hablar de “opresión” y “explotación” humana. Asimismo, en promover el término de las “comunidades eclesiales de base” que pretendían unir la evangelización y la “opción preferencial por los pobres” con la lucha pacífica por la justicia social.
Por otro lado, este conservadurismo se expresó también en la promoción de movimientos de católicos elitistas y conservadores como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, ajenos totalmente a la búsqueda de justicia social; y en una vuelta atrás respecto del Concilio en cuanto a la adopción de un pleno respeto y consideración por las demás religiones, lo que obviamente tenía que repercutir también en las relaciones con el judaísmo. De este modo, en 2000 la Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Declaración Dominius Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (suscrita por su prefecto Ratzinger y su secretario Tarcisio Bertone), expresó que “si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos” (Edic. San Pablo, Santiago, 2000; p. 34).
También respecto de las peticiones de perdón por los crímenes o pecados efectuados por instituciones o iniciativas vaticanas (como la Inquisición o la división de las iglesias cristianas) también hubo una vuelta atrás respecto del Concilio. Este último, en relación a la división de las iglesias, había señalado claramente que “a las faltas contra la unidad se pueden aplicar también las palabras de San Juan: Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está en nosotros (1 Juan 1; 10). Humildemente, por tanto, pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido (Decreto del ecumenismo, Párrafo 7; en Documentos del Vaticano II, BAC, Madrid, 1972; p. 546).
Sin embargo, en su reflexión supuestamente autocrítica de 1994 (Tertio Millennio Adveniente), Juan Pablo II se limitó a reconocer pecados históricos de los “hijos de la Iglesia” y no de la institución como tal (¡como ya vimos que lo hizo respecto del antisemitismo católico en 1998 en Nosotros recordamos!), planteando que “es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de su historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez de un testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo” (Edic. San Pablo, Santiago, 1997; p. 40).
Y concretamente señaló entre los mayores pecados “aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su pueblo” (Ibid.; p. 41), citando el documento conciliar en que la Iglesia pedía perdón por aquellos, pero ¡omitiendo a la vez tal reconocimiento conciliar!, al citar sólo de dicho documento: “A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, ‘a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes’ (cita efectiva de su párrafo 3) ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo” (Ibid.; pp. 41-2).
Más insólito aún fue, que en el mismo documento, Juan Pablo II dijese: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio de la verdad” (Ibid.; p. 43). ¡Y ni siquiera mencionó a qué métodos se refería! Sólo podemos colegir que se refería a la Inquisición -institución obviamente creada por la Iglesia en cuanto tal y que afectó particularmente a los judíos- al agregar: “Es cierto que un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento (¡creados por la propia Iglesia desde hacía siglos!…), bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia, alimentando una atmósfera pasional a la que solo los grandes espíritus libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse” (Ibid.; pp. 43-4).
Y cuando finalmente en 2004 Juan Pablo II se refirió explícitamente a la Inquisición, pidió perdón a Dios pero por los “hijos pecadores” de la Iglesia y no porque ésta hubiese creado y mantenido por siglos una institución que utilizó las detenciones, la tortura y la muerte en la hoguera contra los disidentes: “Señor, Dios de todos los hombres, en algunas épocas de la historia los cristianos a veces han transigido con métodos de intolerancia, y no han seguido el gran mandamiento del amor, desfigurando así el rostro de la Iglesia, tu Esposa. Ten misericordia de tus hijos pecadores y acepta nuestro propósito de buscar y promover la verdad en la dulzura de la caridad, conscientes de que la verdad solo se impone con la fuerza de la verdad misma” (Librería Editrice Vaticana; 15-6-2004).
Es cierto que Joseph Ratzinger fue excepcionalmente autocrítico cuando –como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1997- dijo respecto de los “herejes” condenados por la Iglesia y que murieron en la hoguera que “es una culpa que nos debe hacer pensar y guiarnos en el arrepentimiento. No sé si soy la persona justa para pedir perdón, pero estoy convencido de que tenemos que tener conciencia de la tentación para la Iglesia, en calidad de institución, de transformarse en un Estado que persigue a sus enemigos (…) Que el Señor nos haga comprender que la Iglesia no debe hacer mártires, sino que la Iglesia debe ser la Iglesia de los mártires” (La Epoca, Santiago; 26-9-1997).
Aunque meses después varió significativamente de opinión al señalar que “la Inquisición Romana no era tan oscura como se cree, sino que incluso luchó contra el fanatismo, y sus métodos eran ‘mucho más humanos de lo que se pensaba’. Los inquisidores (…) estudiaban muy a fondo cada caso, aunque ciertamente ‘cometieron errores porque errar es humano’” (El País, Madrid; 3-2-1998).
Ni siquiera la Iglesia ha reconocido su injusticia al juzgar la Inquisición a Galileo en 1633, ni se ha disculpado por ello. Así, luego que el Vaticano creara en 1981 una comisión para estudiarlo, su informe final en 1992 no declaró inválido su proceso y condena, ni tampoco cuestionó a la Inquisición por ello. Unicamente llegó al convencimiento de que en dicho juicio hubo “errores de buena fe” (Hermes Benítez.- Ensayos sobre ciencia y religión. De Giordano Bruno a Charles Darwin; Ril Editores, Santiago, 2011; p. 117). De tal modo que preguntado el cardenal francés, Paul Poupard –entonces presidente de la Academia Pontificia de Ciencias-, por el escritor John Reston sobre si la Declaración de Juan Pablo II que recogía dicho informe constituía una “disculpa formal” de la Iglesia, contestó: En absoluto (…) fue meramente un reconocimiento formal de error”, añadiendo que “el conflicto entre la ciencia y la fe fue un mito” (Ibid.; p. 132).