Las últimas declaraciones del gobierno israelí no dejan lugar a dudas. Después de la incursión bélica perpetrada por el conjunto de milicias palestinas lideradas por Hamás, Israel vía Netanyahu, ha señalado estar en “estado de guerra”. La represalia será profunda, feroz, monumental. Los misiles, soldados y dispositivos de destrucción masiva se intensificarán contra la población palestina, porque Israel -dirá y así lo reproducirán todos los medios de comunicación dominantes- “tiene derecho a defenderse”. La cuestión de fondo, sin embargo, es ¿qué puede significar el término “guerra” al interior del actual vocabulario israelí?
En 1917 el gobierno británico que hacía dos años iniciaba, junto a Francia, la distribución del botín territorial de Medio Oriente en los que se ha llamado los “Acuerdos de Sykes-Picot” y donde Gran Bretaña obtendrá su potestad colonial sobre Palestina vía la figura del “protectorado”, emite un documento oficial que la historia conoce como la “Declaración Balfour”. En sus 67 palabras, el gobierno británico expresa su apoyo al movimiento sionista para que éste erija un “hogar nacional judío” en Palestina. De las 67 palabras, el texto solo menciona a las “comunidades no-judías” que deberían ser protegidas en sus derechos civiles, pero ninguna se refiere al pueblo palestino.
Es clave esta omisión: para Gran Bretaña el pueblo palestino que, en ese entonces ya contaba con un robusto movimiento de liberación nacional, no es considerado un interlocutor válido, no será concebido como un sujeto que asuma un estatuto moral y político con el cual se pueda negociar territorios. La omisión de la Declaración Balfour se reproducirá intensamente en el discurso sionista triunfante cuando, desde 1948, erijan al Estado de Israel. Así, los palestinos serán omitidos por los sionistas en su estatuto moral y político, tal como alguna vez lo hicieron los británicos. En el Israel actual, a lo más, se les llamará “árabes” y no “palestinos” y se les brindará ciudadanía de segunda clase o de ninguna.
¿Por qué? Ante todo, porque tanto los británicos como los sionistas ven al palestino desde un paradigma colonial y consideran al palestino como un sujeto exento de todo derecho. En cuanto tal, el palestino no puede ser considerado un sujeto moral y político y, por tanto, no puede ser parte de algún tipo de interlocución política porque, como bien mostró Edward Said en su célebre Orientalismo, frente a la mirada sionista (que reproduce la mirada racista de los europeos) el palestino es dispuesto como un sujeto colonizado que carecerá de cualquier derecho a ser reconocido en su ciudadanía.
Bajo este prisma, el pueblo palestino no puede ser considerado una nación, porque no puede ser visto como un sujeto moral y político. Que no sea digno de moral significa que tiene un corazón despiadado con el que puede matar a mansalva sin tener que responder al derecho internacional y, que no asuma un estatuto político implica que con él no se puede hablar, porque él aparece como un “fundamentalista religioso”.
En suma, se trata de una representación “orientalista” del palestino en la que éste aparece simplemente como una “bestia” en el sentido que lo entiende Jaques Derrida: un animal que está fuera de la Ley y que no responde a ella. Es capaz de matar y, gracias a la “religión” es capaz de matar matándose. En ello reside el espectro de su amenaza que, tal como vio Furio Jesi, asolaba la mentalidad nazi respecto de los judíos: que estos últimos, según los nazis, serían capaces de matarse para matar a otros (sacrificio), con lo cual, resultaba imprescindible llevar a cabo una guerra defensiva para conjurar definitivamente a los judíos, cuestión que lleva como consecuencia la articulación de la religión de la muerte como apuesta biopolítica del fascismo europeo. En el caso del sionismo la situación parece ser análoga: el palestino es visto como los nazis antes veían a los judíos, esto es, como aquellos que son capaces de matarse para matar. De ahí que la verdadera religión de Israel no es necesariamente la “judía” sino la “religión de la muerte” en la forma sionista. Dicho de otro modo: el judaísmo derivado en sionismo transmutó en una verdadera “religión de la muerte” que apuntala la racionalidad de la colonización ininterrumpida durante 76 años.
Es precisamente en este sentido que habría que entender qué designa el término “guerra” cuando lo pronuncia Netanyahu en la medida que no se trata de una guerra en la forma en que ésta se concebía desde el ius belli moderno puesto ello implicaba siempre la distinción “propiamente política entre amigo y enemigo”, tal como consignaba la célebre definición de Carl Schmitt. Justamente, el ius belli moderno supone que el enemigo es un sujeto moral y político y, por tanto, la guerra concebida al interior de este imaginario implica reconocer al otro como “enemigo” y, en ese sentido, como sujeto moral y político. Por eso, en caso de que uno de los Estados en conflicto sea capaz de apresar a algún soldado, éste queda como “prisionero de guerra” al que se le debe juzgar y aplicar todos los tratados internacionales suscritos. “Enemigo” sigue teniendo aquí un estatuto antropológico y la guerra, por tanto, sigue obedeciendo a reglas jurídicas mínimas, según lo consignó Westfalia en 1648.
Sin embargo, en la medida que Israel se articula desde siempre a la luz de un paradigma colonial desde el cual despliega su “religión de la muerte”, el palestino no ha sido jamás reconocido como un “enemigo” en el sentido del ius belli moderno, sino como una vida que está fuera del ius belli, un colonizado que, por serlo, no tiene derecho a la guerra porque no tiene derecho a la política. En suma, el palestino no se trata de un “enemigo” a secas, sino de un “enemigo absoluto”, un enemigo de la misma forma antropológica del enemigo. Por eso, la “guerra” de Netanyahu no puede ser más que la intensificación de la situación colonial que ya existe en la que no se respeta ninguna lógica ni principio jurídico, sino que, como bien ha visto Mbembe, sólo actúa la arbitrariedad de un poder colonial que se ejerce de manera disciplinaria, biopolítica y soberana a la vez y donde el “enemigo” no es concebido sino como enemigo de la humanidad.
De la misma forma que Schmitt subrayó el peligro del imperialismo estadounidense respecto de sus “guerras humanitarias”, Israel también ofrece una guerra contra un monstruo. En otros términos: el discurso de la guerra opera no en clave jurídica, sino civilizacional, tal y como a principios de los años 90 apareció en Samuel Huntington la tesis del “choque de civilizaciones”. La otrora tesis acerca del nómos de la tierra y de la lucha por los grandes espacios sostenida por Schmitt, es biopolitizada reemplazando la figura jurídico-política schmittiana y su clave antropológica del enemigo, por la nueva figura étnico-confesional huntingtoniana y su nueva forma biopolítica a un enemigo que devendrá absoluto.
En este sentido, la guerra que nos plantea Netanyahu y que el Estado sionista no ha dejado de plantear a los palestinos desde 1948, se traduce en una guerra permanente, de tipo capilar, en la que está en juego el bloqueo de servicios básicos como agua, electricidad, alimentación, ayuda humanitaria, así como el no reconocimiento de los palestinos como sujetos de propiedad de sus casas y tierras y menos aún, como sujetos morales y políticos con los que sea posible interlocutar. La guerra es “no convencional” porque es total: sin interrupción, dispuesta en todo momento y lugar, que se identifica sin fisuras a la colonización. Porque ni los colonos estadounidenses ni los israelíes hicieron de los “indios” sus enemigos bajo la ley internacional. Esta última solo funcionó cuando se trató de una guerra europea. Pero en el caso de las guerras coloniales nunca hubo “enemigo” en el sentido moderno de la palabra, sino siempre monstruos, in-humanos a los que se podía aniquilar, esclavizar o asediar sin ningún tipo de restricciones. Todo era siempre parte de la dulce “civilización”.
En este sentido, Israel es un lugar clave porque en él se anudan dos tendencias que el siglo XX contempló separadas: por un lado, la guerra entre enemigos propiamente “europeos” del cual se sitúa como la lección moral de dicho conflicto; por otro, la guerra colonial entre civilizados y bárbaros que puede intensificar porque, en su visión, se trata de combatir al enemigo de la humanidad, al enemigo absoluto.
Israel junta ambas lógicas y, resguarda a los “europeos” en la medida que hace pagar al “palestino”. Lo humano solo puede erigirse desde la inhumanidad que convoca, la guerra “civilizada” entre europeos hace devenir una guerra “barbárica” contra el enemigo absoluto. Así, Israel ejerce la guerra total que no remite al ius belli moderno y que calza sin fisuras con la máquina colonial. Por eso Israel no le importa el derecho internacional, porque su guerra es contra los inhumanos, no contra la humanidad, su guerra es vista como aquella que opera a favor del derecho internacional que, tantos organismos internacionales, le reprochan que no cumple. No lo cumple porque si lo hiciera no podría resguardarlo; no lo cumple porque se erige como el ángel de la “humanidad” que vigila y destruye a los enemigos que quieren destruirla. He aquí la cuestión paradojal, he aquí el problema de la guerra: la guerra israelí es colonial y, por tanto, total, orientada a destruir y aniquilar a la “inhumanidad” que parece amenazar a la sacrosanta “humanidad”.