Se podría decir que la renuncia de un grupo de militantes encabezados por Rojo Edwards al Partido Republicano es propia de un partido en formación, en el que aún no se ha desarrollado lo suficiente la institucionalidad interna, pero el ascenso vertiginoso de esta colectividad hace que esta situación tenga al menos algo en particular, propia del lugar que ocupa en el espectro político. Se trata de una encrucijada similar a la que vivió la UDI hace algunos años, cuando debió decidir si moverse hacia el centro en función de su importancia en el sistema político o quedarse atrincherado como el partido de la extrema derecha por excelencia.
Debemos remontarnos a la fundación de la UDI y a la concepción que tuvo de ella su gran ideólogo, Jaime Guzmán, quien no quería un partido con vocación mayoritaria y desperfilado, sino uno más bien pequeño pero homogéneo en términos doctrinarios, cuyo principal propósito fuese defender la obra de la dictadura. Y es aquí donde radica la tragedia del Partido Republicano: la escisión de sus militantes de su partido de origen, la UDI, era precisamente para ser fieles a la idea original de Guzmán, mientras sus otrora compañeros de camino se convertían en un partido grande y relevante en lo institucional. Pero su éxito repentino y vertiginoso, tanto en la elección presidencial de 2021 como en la elección de consejeros de mayo de este año, los ha puesto en un lugar donde por obligación hay que ceder y conceder para ganar. Recordemos, por ejemplo, cómo José Antonio Kast abjuró en la segunda vuelta presidencial de cosas que había dicho en la primera, como el cierre del Ministerio de la Mujer, el recorte del gasto público y el mantenimiento de las termoeléctricas, entre otros asuntos afines a su modelo valórico e ideológico.
Porque lo usual en política es que un partido que proviene de los extremos deba correrse hacia el centro, ya sea por sí mismo o como parte de una coalición, para volverse mayoritario. Pero el poderoso viento de extrema derecha que gira por el mundo desde hace algún tiempo ha cambiado las coordenadas: sucede que a veces para ganar, la derecha debe ponerse al extremo de la derecha, como lo han hecho Giorgia Meloni, Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei. Ya sabemos que luego otra cosa es con guitarra, pero aquello no será por de pronto materia de esta columna.
El punto es éste: el Partido Republicano nunca quiso que hubiera proceso constituyente, porque en principio es fiel a la defensa de la Constitución de Guzmán. Por eso, es probable que en su fuero íntimo hubiera preferido elegir una cantidad de consejeros para bloquear el proceso, en vez de una mayoría que lo obligase a dirigir la escritura del texto para pedirle al pueblo que votara a favor de reemplazar la constitución vigente. Entre las pulsiones contradictorias de no ser tan de derecha para ganar el plebiscito y no desperfilarse de su férrea doctrina, el Partido se ve enfrentado al riesgo de perder por partida triple: ser derrotado en el plebiscito, debilitar la opción presidencial de Kast y sufrir una escisión por la derecha. Mientras, quizás Rojo Edwards piense que hay espacio en Chile para hacer lo que hizo Milei al otro lado de la Cordillera. Las condiciones de hastío de la sociedad chilena con la política están a la vista de quienes hurgan más profundo, así es que aquella idea no es para tomarla a la ligera.